Crimen, móvil y castigo
La Platería en llamas ·
Quién pudo imaginar que la administración de una vacuna nos mostraría la calidad humana de algunos representantes con tanta nitidezLa Platería en llamas ·
Quién pudo imaginar que la administración de una vacuna nos mostraría la calidad humana de algunos representantes con tanta nitidezEl vecindario ilustre y menguante de Villavicencio de los Caballeros ha logrado trascender en su localidad a los vaivenes del día a día para presentarse de súbito y con la decepción en los ojos ante la audiencia de la prensa nacional. Y no ha sido ... por la espectacularidad de su entorno, que es un Edén para las aves, o por alguno de sus Cristos –ni el de la Gracia, ni el articulado– que bien hubieran podido superar esa hazaña, sino porque Alberto de Paz, su alcalde independiente con franquicia licenciada del PSOE, tuvo a bien colarse en la inyección de la primera dosis de la vacuna más fría del planeta, administrada en la residencia de ancianos de la localidad, con la argucia –o la milonga– de que habría de corresponderle tan pronto turno en calidad de miembro, también, de su patronato. No fue el único. Ya son cientos de listos los que en España han sorteado el racionamiento establecido por orden de riesgo y exposición. Pero este nos pilla tan cerca que los quebrantos resuenan cuando se guarda silencio.
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Y cualquiera dirá que no habría de ser para tanto eso de chulearle un pinchazo de nada a la cola de octogenarios del pueblo que aún espera paciente y acongojada a que alguien les llame para recibir el salvoconducto al porvenir; que una cosa es liarse a hachazos con ancianas, como el Rodión Raskólnikov de Dostoyevski, o estrangular a los amigos, como Brandon Shaw en la película de Hitchcock, o arrearle con el remo en la cabeza a tu anfitrión como hiciera el Tom Ripley de Patricia Highsmith. Y aunque en este caso pandémico hay muchos muertos –muchos, muchos muertos que son nuestros y duelen una barbaridad– ninguno de ellos se puede atribuir directamente a la rastrera disposición de algunos servidores de Dios, de la patria y de lo local.
Lo que sí puede equipararse a los literarios y al de Villavicencio es el móvil. Pues en torno a todos ellos pulula la abyección de una superioridad delirante. Ese Rodia, envanecido por su envidia y su impotencia, incapaz de contener la sensación de merecimiento que solo es capaz de justificar a través de su hipotética generosidad; ese Tom Ripley consciente de que su talento para aprovechar la debilidad ajena y su inteligencia para la manipulación lo autorizan a alcanzar la máxima expresión de su capacidad depredadora; ese Brandon Shaw, obsesionado con la lucidez intelectual de un maestro a quien desea impresionar mostrándole unos libros sobre el arcón que oculta la prueba de su crimen, y ese disparate mental de prócer ibérico que en su fuero interno barrunta que la vacuna más útil debiera fluir cuanto antes por su organismo. No en vano, esa misma idea se ha extendido como el chapapote al abrigo de vasallajes incomprensibles.
No hay mal que por bien no venga: a las duras, cuando la luz en el túnel solo nos hace pensar en la factura, está bien saber con quién nos jugamos los cuartos y la integridad física; que en esta charlotada hispana algunos prebostes no necesitan de la sátira elaborada para llegar ellos solos al piélago del ridículo. Para qué. Se nos hace carne la parodia de José Luis Cuerda –ya saben: «todos somos contigentes, pero tú eres necesario»– sin que nos esforcemos.
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Otra cosa, sin embargo, es el castigo. ¿Dimisión, sanción, inhabilitación, cese, escarnio, mofa…? De momento, el alcalde franquiciado se verá privado de la segunda dosis hasta que le llegue el turno, que viene a ser algo así como quedarse sin postre. Puede que la intención pretenda una suerte de ejemplaridad inocente, pero acaso fuera más eficaz mandarlo al rincón de pensar, como se hace en todas las escuelas infantiles desde que la convención de Ginebra –bendita sea– prohibió los reglazos en las uñas.
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