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En plena euforia revolucionaria cubana de 1964, año del quinto aniversario del derrocamiento del general Batista, Fidel Castro pronunció uno de sus incendiarios e interminables discursos en la habanera Plaza de la Revolución: «Tenemos el legítimo derecho a sentirnos orgullosos de estos cinco años revolucionarios. ... Tenemos el derecho a seguir conmemorándolo por siempre». Cuba vibraba en un arrebato de libertad conquistada, mientras la policía castrista se entregaba al aniquilamiento de sus adversarios. Así lo proclamó entonces sin ambages Che Guevara en Nueva York ante los altos dignatarios de Naciones Unidas: «Hemos fusilado, fusilamos y seguiremos fusilando mientras sea necesario. Nuestra lucha es una lucha a muerte. Tienen que saber los gusanos cuál es el resultado de la batalla perdida por ellos en Cuba». Alzado en el entusiasmo de la victoria, el Che condenaba a esos gusanos a fugarse y recluirse en Miami. Y en eso llegó Fidel, advierte el estribillo del cantor de aquella revolución, Carlos Puebla. Los burdeles habaneros habían sido ya sustituidos por las escuelas del nuevo régimen y por la ideología comunista triunfante.
Por aquellos días de efervescencia, el mensaje para la eternidad de los jefes revolucionarios invadía también las salas de cine. Se proyectaba en versión original la película 'Soy Cuba' (Ya Kuba), del cineasta georgiano Mijaíl Kalatózov, un filme financiado por la Unión Soviética que narra las desgracias del pueblo cubano en cuatro episodios, entroncados en la lucha por la independencia de la isla caribeña contra España. Las imágenes sorprendentes de Kalatózov y su guión poético expresan en metáfora la fibra del alma del pueblo cubano y del movimiento revolucionario. «Soy Cuba. Gracias, señor Colón. Cuando usted me vio por vez primera, yo cantaba y reía. Extraña cosa es aquí el azúcar, señor Colón». Esa obra cinematográfica maestra, rescatada años después por Francis Coppola y Martin Scorsese, irradia la grandeza de los habitantes de aquella isla y la fortaleza del comunismo.
fidel castro en 1964
La historia de los sesenta años de revolución castrista ha fraguado en Cuba el modelo de la lucha política más sorprendente que se haya instalado en América Latina. En ningún otro país se libró con tanta simplicidad y claridad el enfrentamiento voraz entre el comunismo y el imperialismo. El pronóstico de Lenin acerca de la resistencia de ambos bandos en una revuelta política revela que cuanto más radical sea la consiguiente revolución, tanto más se prolongará el período en que se mantenga la pugna ideológica y política. Ha durado en Cuba esa contienda tanto tiempo, a pesar de la aparente nimiedad del país, que en menos de medio siglo se precipitó en la nada el poder de la Unión Soviética y ha resucitado un capitalismo inesperado que actualmente hace de China, bajo la dirección del Partido Comunista, una potencia económica capaz de enfrentarse y superar a sus adversarios más poderosos. Queda demostrado: también las revoluciones, como las monarquías o las dictaduras tienen fecha de caducidad.
Las algaradas callejeras en varias ciudades de la isla hace cuatro semanas, reprimidas por el régimen con guante de seda, anuncian el crepúsculo del reino castrista y cambios radicales de esa protesta azuzada hasta ahora solo desde el anonimato de las redes sociales. La tormenta perfecta de la rebelión está marcada por la crisis económica provocada por el descenso radical de los ingresos del turismo, el recorte de suministros de productos básicos y la pandemia. En la penumbra del poder político, se esconde, sin embargo, la primordial razón de un cambio decisivo y próximo: el final de la dinastía castrista, enrocada hoy con Raúl Castro en el puesto de secretario del Partido Comunista, el superviviente de una saga inagotable con noventa años de edad y sesenta y ocho de servicio y fidelidad al castrismo. Los manifestantes del 11 de julio son en su mayoría jóvenes bien preparados que no están dispuestos a cambiar por el exilio sus escasas esperanzas de prosperidad en la isla. He ahí la combinación binaria de un régimen moribundo, cuyos eslóganes revolucionarios en boca de viejos militantes comunistas provocan solo desinterés y apatía en las nuevas generaciones que desafían al régimen agónico.
che guevara en 1964
Ante la expectativa de convertirse en emigrantes o en prisioneros, los manifestantes ya no temen la represión, a pesar de las amenazas oficiales y los centenares de detenidos y desaparecidos. La respuesta de las autoridades ha sido draconiana. La prensa oficial califica a los manifestantes de vándalos, delincuentes y saqueadores, mientras la policía patrulla de puerta en puerta haciendo detenciones. Cuba ha dejado de ser por ahora la isla de la salsa, las jineteras y los mojitos para turistas. Los mitos de la revolución cubana, un sueño universal, son víctimas de un naufragio en el viaje a la desesperación de las generaciones de cubanos que nunca creyeron en ellos: la igualdad, las subvenciones estatales, la gratuidad y calidad de la sanidad y la enseñanza, el suministro gratuito de alimentos… En este escenario desolador, la isla de la revolución contra el dictador Batista ha sido abandonada por el resto del mundo: el presidente Biden no tiene el coraje de suprimir las restricciones del embargo riguroso impuesto por Donald Trump y la Europa timorata no está ni se le espera. «Tenemos las almas limpias para repeler cualquier agresión», avisa Granma, el periódico del partido, en un ambiguo juego de palabras. Los jóvenes cubanos ya no creen en aquellos barbudos libertadores que bajaron de Sierra Maestra.
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