
Creer en Dios, lo que se dice creer...
CRÓNICA DEL MANICOMIO ·
«Coleman Silk defiende que solo un hombre sin raíces, desarraigado del todo, es capaz de elevarse a los cielos como un globo y tocar a Dios»Secciones
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CRÓNICA DEL MANICOMIO ·
«Coleman Silk defiende que solo un hombre sin raíces, desarraigado del todo, es capaz de elevarse a los cielos como un globo y tocar a Dios»Hace ya varios días que leí un correo de Coleman Silk del que no me repongo. Desconcierta leerlo. Sobre todo, por su tono intempestivo y ... en apariencia estrafalario. Viene a decir que creer en Dios, lo que se dice creer, sólo está al alcance de los locos.
Supongo que mi excesiva sorpresa no deriva tanto de la contundencia de su idea como de mi inclusión en el binarismo tradicional, del que me siento esclavo. De ese que separa tajantemente a creyentes de ateos. Un compás abierto que sólo cerramos en algunas circunstancias particulares para darnos la libertad de juntar los dos extremos. Por ejemplo, cuando un incrédulo, llegado al umbral de la muerte, recupera la fe en el último momento, casi a título póstumo. Un gesto de conversión que se aprovecha, con cobarde argumento, de que al fin y al cabo no hay nada que perder por apostar, a última hora, a favor de un 'por si acaso' que te deje a cubierto.
Los argumentos de este amigo americano siempre son convincentes y directos. Su explicación principal arranca de la idea de que solo un hombre sin raíces, desarraigado del todo, es capaz de elevarse a los cielos como un globo y tocar a Dios con la palabra, con la lengua, con las ideas y con los ojos. Y ese tipo de hombre, aquí abajo, en la tierra, sólo se encuentra entre los locos, entre los psicóticos, entre aquellos a quienes ni la sociedad ni la familia amarró suficientemente.
Según esto, no hay un cuerdo creyente. Y como si viniera a cuento, y no fuera en realidad un exabrupto para contrariar mi pensamiento, Coleman añade en un tono solemne que los curas no creen en Dios. Ninguno. No creen en Él, me escribe, porque no puede hacerlo quien defiende el absurdo de la salvación, pasa el cepillo durante la liturgia o piensa demasiado en el sexo para tratar de excluirlo de la vida bajo contención y castidad. Olvidando, como nos advirtiera Horacio, que cada vez que se expulsa a la naturaleza a la fuerza vuelve a entrar por la puerta de al lado.
En tanto que cuerdos, estamos siempre atacados por los titubeos de la fe, las convicciones agnósticas o el escepticismo que heredamos del prudente Protágoras: «Sobre los dioses no puedo decir ni que existen ni que no existen». Y de estas inseguridades hacemos depender la razón. Porque lo que enloquece nunca es la duda sino la convicción. Los creyentes, dijo a su manera Freud, son los locos comunes, los alienados de la humanidad. A lo que Coleman añade, llevando las cosas al extremo de su radicalidad, que la Iglesia, por consiguiente, ejerce de manicomio general.
Se juzgue como se juzgue, mi amigo coge los problemas por los cuernos. Tiene claro que, entre amar a Dios sobre todas las cosas, como propone el Catecismo, y reputar de absurda la idea de amar a Dios, como propugna Aristóteles, se abre un enigma inoportuno. Por eso prefiere ceder a la locura la verdad.
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