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El campo amaneció vestido de blanco, con un viento cortante levantando agujas de hielo. A mi lado, su mano sobre mi hombro, mi abuela, compartía conmigo la soledad de la huerta. Los caños de la fuente dibujaban el vuelo de unos carámbanos, el pilón era ... un bloque impenetrable, dos ramas de la vieja higuera estaban tronchadas. «Este año nos quedamos sin higos», lamenté. «No, hijo», me respondió, «ahora están creciendo hacia dentro y luego brotaran con más fuerza».
Este recuerdo me asaltó de improviso el domingo pasado en la plaza de toros de Huerta de Rey, una plaza verdaderamente singular, la única de cuantas conozco –y conozco unas cuantas–que, estando cubierta, solo deja a la intemperie el palco presidencial, con las autoridades mojándose o achicharrándose según esté de Dios mientras el pueblo llano disfruta de paraguas y sombra. Qué encastados los novillos, qué prometedores los novilleros y que taurinismo tan hondo, sin alharacas exhibicionistas ni exigencias absurdas, el de esa afición pueblerina, a la vez alegre, entendida y respetuosa.
El azote del coronavirus está siendo muy duro y la necesidad aprieta, pero en razón de cuanto se va viendo en este primer ciclo de novilladas de la Junta de Castilla y León y la Fundación Toro de Lidia hay brotes verdes y no faltan argumentos para resistir. Por eso creo o quiero creer que estamos creciendo hacia dentro y antes o después nos recuperaremos. Lo que nunca puede morir, porque entonces es cuando de verdad se muere, es la esperanza.
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