El expresidente del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero Carlos Barba-EFE

Crear confianza

«Lo mismo que a los turistas europeos los atraemos ofreciéndoles seguridad sanitaria, a los actores económicos los tendemos que interesar con buenas instituciones que funcionen. Airear dudas es espantarlos»

josé maría ruiz soroa

Domingo, 21 de junio 2020, 10:38

Un reciente documento del Círculo Cívico de Opinión –un grupo de reflexión independiente de la sociedad civil– ha puesto de relieve, en este momento en que se quiere iniciar la recuperación económica, la importancia de poseer como país ese algo que llamamos con cierta vaguedad ' ... confianza'. Dar confianza –dice– es en economía una forma del capital social que acumula una nación al posibilitar que fluyan hacia y en ella las inversiones y la actividad, siempre esquivas ante la incertidumbre.

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España va a necesitar un enorme volumen de ayuda financiera de sus socios europeos, en gran parte debido a que, por los desequilibrios que no se quisieron corregir a tiempo, afronta las tareas imprescindibles de protección social y recuperación empresarial con unos recursos propios muy limitados. Y para conseguir esa ayuda en buenas condiciones precisa imperiosamente dar confianza como país a los demás estados europeos, a los inversores que han de comprar nuestra deuda pública y a los empresarios que crean riqueza. Aunque suene cínico, más efectivo que mencionarles la bicha de la dichosa solidaridad es inspirarles confianza en nuestro futuro.

Pues bien, el nombre de la confianza en el ámbito institucional es el de seguridad jurídica. Es decir, esa forma peculiar de operar las instituciones de un país cuando su comportamiento y ejecutoria resultan altamente predecibles para quienes tratan con ellas. Aunque la seguridad es uno de los valores que inspiran nuestros sistemas democrático liberales, siempre resulta un tanto oscurecido por los más prestigiosos de la libertad, la igualdad o la justicia. Y, sin embargo, sin seguridad jurídica, sin un entramado estable y consistente de leyes y autoridades que permiten predecir con razonable seguridad cómo se desarrollará la vida de cada cual, poca libertad o justicia quedará. Esto, que vale para las personas individuales, vale igualmente –quizá más– para los actores económicos, sean estados terceros, empresarios o prestamistas. Todos requieren conocer que en el país existe un marco estable de normas reguladoras de la actividad económica y que esas normas se cumplen con razonable exactitud y presteza. De lo contrario, todos los actores en cuestión se retraerán y preferirán no invertir en situaciones mal definidas, o exigirán un alto precio por ello.

«No es la soberanía lo que nos sacará adelante, sino un conjunto de reglas europeas exigentes»

En la crisis anterior de 2008 el Gobierno de turno tuvo que aprender de la manera más severa imaginable la necesidad imperiosa y globalizada de dar confianza. Rodríguez Zapatero se encontró ante la situación de reformar en una noche la Constitución española para calmar la desaforada desconfianza que su Gobierno había provocado en el mundo con un comportamiento más bien exótico. Quizás con cierto exceso de optimismo, se suponía que la lección había sido aprendida y que, por tanto, se evitarían hoy comportamientos gubernamentales sorpresivos o fuera de tono con los parámetros de seguridad usuales en Europa. Pero no es así para todos y aparecen de nuevo coqueteos con las querencias ideológicas propias del sector utópico del Gobierno, que cuestionan seriamente los cimientos de la confianza.

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No de otra forma puede calificarse la donosa situación de proponer al mismo tiempo –según hable uno u otro sector gubernamental– la derogación inmediata y total de la reforma laboral anterior y su mantenimiento por el momento. Y ello, sin darse cuenta de que para el observador institucional exterior aquella reforma laboral no fue un crimen de lesa derecha, sino el expediente que permitió la supervivencia de la actividad económica, de manera que insinuar ahora desde el poder su derogación suena mucho a Zapatero en horas locas. Lo mismo podría decirse de esas apasionadas proclamas de una nueva fiscalidad justiciera que sólo retracción provocan en estos momentos o de la ocurrencia de las nacionalizaciones como método para sostener una insólita autarquía industrial.

Y es que ante la crisis actual –que, no lo olvidemos, no ha sido provocada por el mal funcionamiento de la economía, sino por factores ajenos a ella– se impone una obviedad: que este es el tiempo de la gestión y no el momento de la ideología. Lo mismo que a los turistas europeos los atraemos ofreciéndoles seguridad sanitaria, buen orden y mejor control en las playas, a los actores económicos los tendremos que interesar ofreciéndoles buenas instituciones que funcionen. Airear dudas y vacilaciones es espantarlos.

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Pero, entonces, ¿qué queda para la política? ¿Tendremos que renunciar a poder dirigirnos como país tal cual deseemos?

Verán, el profesor Arias Maldonado ha examinado en un librito esplendoroso ('Nostalgia del soberano', Catarata, 2020) cómo vivimos tiempos políticos en que se ha agudizado la mitologización retrospectiva de una añorada soberanía tajante. De una capacidad de acción política que en realidad nunca existió. Y es cierto: unos añoran una comunidad étnica homogénea, otros suspiran por el pueblo justiciero y los menos exigentes echan en falta los años gloriosos del bienestarismo y la sociedad de clases. En todo caso, se anhela una potencia política tal que fuese capaz de reorientar un mundo que nos disgusta por complejo e insatisfactorio. Y el papá Estado nacional-popular es el candidato preferido para ser investido como héroe.

«El mundo económico quiere saber que existe un marco estable de normas y que se cumplen»

En ese ambiente de ideas, agudizadas especialmente en los populismos de toda laya, cae como una bomba la noticia de que no es la soberanía la que nos sacará adelante, sino precisamente su opuesta. O su ausencia si prefieren, porque lo hará el respeto a un conjunto de reglas europeas supranacionales exigentes y cautelosas. Hoy hay que renunciar a la soberanía de la política para cambiar el mundo y aceptar, aunque sea a regañadientes, que el partido sólo puede jugarse en el marco definido por Europa en su conjunto.

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Curioso: esa renuncia es lo que ancla la política española a la realidad y le impide despegar hacia quimeras sin cuento. Sin Europa –incluso en la peor versión de ésta– la política española se extraviaría. En cambio, dentro de su marco colectivo puede incluso permitirse jugar, como en efecto hace, a la teatralización de la desunión, del guerracivilismo y de la exclusión del adversario. Es frustrante, pero afecta poco a la gestión ordenada de la crisis.

Lo cual, en el fondo, no hace sino ratificar la intuición fundadora del pensamiento político liberal que inspira la democracia occidental: no es la voluntad sino sus límites lo que hace posible el éxito de la convivencia. Y los límites son hoy los que impone la confianza de los otros.

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