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Iván San Martín
Costumbrismo del viejo mundo en las calles de Valladolid

Costumbrismo del viejo mundo en las calles de Valladolid

Vallisoletanías ·

Ahí es cuando Valladolid es más Valladolid, en esa hora de nadie en la que los niños salen del colegio, los jubilados salen de los bares, los trabajadores salen de la oficina y los olores salen de las cocinas

José F. Peláez

Valladolid

Domingo, 2 de octubre 2022, 00:08

Hay una hora para los perros, una hora concreta de la mañana en la que la ciudad es un inmenso pipicán, un gran cacódromo, una especie de evacuatorio canino con el Renacimiento de fondo. Es esa hora blanca en la que la noche aún no se ha ido y la mañana no termina de instalarse, una hora en el limbo del azul, un garbeo en el purgatorio del tiempo y los horarios imprecisos. Es una hora introductoria, difusa, poco seria, como si las normas no aplicaran todavía y nos diéramos permisos y licencias para ser nosotros mismos. Y, por eso, las mujeres que media hora después lucirán tipazos de escándalo, outfits perfectos y rostros maquillados, aun se permiten ser humanas, es decir, ser ellas mismas, sencillas personas en chándal con enormes gafas de sol que cubran las ojeras de tanta noche para nada y una coleta alta, como un prófugo de incógnito, como una folklórica triste que atiende a la prensa del corazón en los pasillos del aeropuerto de camino al entierro de una amiga a la que no tuvo tiempo de perdonar.

Y las plazas se convierten entonces en ese escenario de 'El bueno, el feo y el malo', un 'Sad Hill' sin tumbas con un personaje en cada esquina y un perro bajo cada personaje, todos haciendo como que no se miran para fingir que no se ven. Y, claro, los corazones que no sienten. Y los animalillos que no entienden por qué han de seguir el rollo a los dueños y evitar a sus compañeros, esos mismos que horas más tarde serán saludados con ladridos efusivos y olfateos indiscretos mientras, en casa, se enfrían las lentejas y los patios son un coro de radios superpuestas.

En esa hora, la ciudad suena a plástico de recoger heces. Y poco después a furgonetas negras de repartidores blancos que atraviesan las calles peatonales del centro como si Valladolid fuera Mónaco. Es una hora sin ley y, por eso, todo funciona. El caos requiere un orden estricto, una precisión de reloj suizo y complejo, como una sinfonía de Gustav Mahler. Y así llegan los atascos de los funcionarios que entran a las ocho y los buses estresados y los taxis que no aparecen. Y después, de nuevo la paz, una paz corta y tensa que huele como huelen las treguas y que anticipa que ya llegan los chavales con sus mochilas como 'sherpas' entrando a los institutos a las ocho y media. Y los de los colegios públicos a las nueve. Y los niños de los concertados a las nueve y media. Y el centro entonces es una convención de 'boy scouts', una pasarela de uniformes con coches en doble fila, prisas de noventa y ocho octanos y padres que vuelven a casa con carritos de niños, sin niños. Y los horarios flexibles, inflexibles. Y la conciliación en octosílabos. En ese momento la ciudad es un inmenso café en hora punta lleno de sonidos de molinillos, de jarras metálicas con leche que se lamenta mientras hierve, como si se quemara a sí misma. Y cafeteras estresadas y tazas sucias que esperan su turno en el fregadero. Y después, de nuevo, la nada. A las diez de la mañana la ciudad vuelve al silencio y baja el telón mientras los comercios suben las rejas y las franquicias del centro nos llevan con su estrés a cualquier rincón del 'Meatpacking' neoyorquino, pero con personajes castizos como media docena de churros y con la mala leche que nos gastamos a 700 metros por encima del nivel del mar a la altura de Manhattan. Solo que ocho horas antes.

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Los comerciantes friegan su centímetro cuadrado de puerta y la acera adquiere así la geometría del constructivismo ruso, como un ajedrez interminable del que salen conversaciones. Y enfrente los ancianos que salen a pasear con esa cadencia lenta de manos entrelazadas por la espalda, miradas bajas y visiones largas. Y conversaciones frugales en las esquinas bajo la luz oblicua de un nuevo día.

A las once las mujeres llenan los mercados y los hombres los supermercados. Es más fácil comprar 'bricks' de leche y 'packs' de latas de atún que mirar los ojos a las pescadillas de ración o asegurarse que el morcillo es delantero. Y después las ancianas de los barrios vuelven a casa y desaparecen de la calle mientras los hombres inventan obligaciones con una creatividad que ya querría un equipo de publicistas catalanes, con el único objetivo de tomar un par de claretes de Cigales sin dar demasiadas explicaciones. Y Mariano sale al bar a echar la porra sin saber que Mari Carmen sabe de sobra dónde va y a qué. Y si calla es solo porque, en realidad, llevaba una hora esperando el momento en el que dejara de dar guerra por el pasillo.

Y ahí es cuando Valladolid es más Valladolid, en esa hora de nadie en la que los niños salen del colegio, los jubilados salen de los bares, los trabajadores salen de la oficina y los olores salen de las cocinas. Y los perros de nuevo a las plazas. Y la ciudad se vuelve un goteo de morfina y siesta de funcionario. Hasta que llegan las prisas de las extraescolares y los coches familiares dejan y cogen niños con la habilidad de un sicario en Ciudad Juárez. Y al final de la tarde de nuevo los atascos, los charcos y los claxon. Y los universitarios en el centro con sus golpes de estado, sus cervezas artesanas y sus gimnasios imposibles. Y sus vestimentas ambivalentes, que lo mismo te los encuentras en pantalón corto y camiseta que con abrigo, gorro y bufanda. Da igual, en estos días ni la ropa ni el sol calienta y hace la misma temperatura hagas lo que hagas. Y así cae la noche en el páramo y la ciudad se convierte en un erial gris, arrasado, sin vida ni encuentros imprevistos. Hace tiempo que la noche murió, aunque no la hayamos enterrado y nos hayamos acostumbrado a este aire de barrio residencial de ciudad protestante con nombre imposible, digamos que Mönchengladbach. Y solo quedan los perros, los perros de nuevo, la ciudad de los perros sin ladridos, la hora de los dueños sin ganas, de las plazas recién barridas, de los otoños sin hojas, de los bares sin gente. La ciudad de los niños que duermen y de los viejos que no pueden dormir. Y esta letanía que cae como una gotera, como un rosario de cuentas de la vieja que nunca suman lo que deben en el corazón moral del viejo mundo.

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