La peste se lo lleva todo por delante. Todo. Lo último, la educación. Una enfermedad sistémica, es cierto. Un mal para el que no hay cura ni vacunas, es verdad. Se perdió el consenso en el mismo momento en el que se alcanzó, y volvemos ... a las andadas. Cada maestrillo tiene su librillo. Y los alumnos, ni eso. Simulacros de conocimiento en la distancia. Baratijas del saber.
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Celaá pasará a la historia de los grandes despropósitos de nuestra era. Como en su día pasó Wert. Ya esperan sus figuras en el museo de cera de Madrid, porque en el de Madame Tussauds de Londres no hay sitio. Lo de Celaá, eso sí, con mayor sutileza. Una gran cortina de humo sobre la condición vehicular del castellano, para satisfacer la codicia de los nacionalistas. Espejitos que quieren pasar por joyas, con las risas de fondo del Nobel Vargas Llosa cuando le preguntan. ¿Cómo que no vehicular? Y en realidad, dos cuestiones estratégicas, ideológicas. Una: la batalla final contra la concertada, es decir, contra la libertad de elección. Dos, mucho peor: la pérdida de calidad a favor del populismo. La complacencia en lugar de la ciencia. La indolencia frente a la excelencia. Así nos va. Así nos seguirá yendo.
Algo sabemos ya de los efectos secundarios de la peste. Entre ellos, la pérdida del gusto. Basta prender el televisor para comprobarlo. Pero no terminamos de ser conscientes de las secuelas. En el caso de la educación parece claro. Ocho millones más de analfabetos funcionales aherrojados al mercado de las competencias. Cuando terminen sus estudios, seguiremos sin saber explicarles por qué no tienen trabajo, siendo como serán la generación más preparada de la historia. Como todas.
Ajenos a estas cosas, los inmigrantes lanzan al aire la moneda que les queda. A cara o cruz. A vida o muerte. Y se echan al mar en el empeño de convertir Canarias en Lampedusa. No saben que aquí la misma cortina de humo de la educación rige para el desastre económico. Claro, que en sus países de origen están mucho peor. El sueño de Europa, como el sueño de América de nuestros bisabuelos. Las trashumancias del dolor.
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Y nosotros, pasando la mañana entre las colas del desempleo, las de la farmacia, las del centro de salud, las de las pruebas de la peste o, de nuevo, las del hambre. Y paseando por las tardes como zombis, con las calles iluminadas por las luces de Adviento, las persianas de los negocios cerradas, el corazón encogido. Esperando a resolver las cuestiones esenciales. Si volveremos o no volveremos a casa por Navidad. Si seremos personas o cautivos. Si hermanos o apestados. Si los Magos vendrán con sus vacunas de Oriente o de Occidente. Si les dejarán pasar…
Todo, al fin, para cerrar 2020 sin terminar siquiera de contar los últimos días de noviembre. Para vivir ya instalados en el 21, como si se hubieran aprobado los Presupuestos sin la sombra de ETA. Como si Polonia y Hungría hubieran renunciado al bloqueo de la beneficencia europea. Como si Trump hubiera empezado a hacer cajas para la mudanza de la Casa Blanca… «Yo sueño que estoy aquí / destas prisiones cargado, / y soñé que en otro estado / más lisonjero me vi». Ya que no París, siempre nos quedará Calderón.
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