A su modo, Haritz, mi hijo de tres años, interpretó con claridad las imágenes del asalto al Congreso: «¡Policías malos que no dejan trabajar a los aitás!». Pero en el principio, por todas partes, reinaba la confusión aquel 23 de febrero de 1981. Al tener ... noticia de lo que sucedía, llamé a la dirección del PCE en Madrid y la consigna, luego rectificada, fue ir hacia el Congreso. Allí estuve, junto a la estatua de Goya, intentando concienciar a los 'grises', indiferentes, que se desplegaban en círculos desde las Cortes al museo. Éramos pocos, entre ellos un compañero del PC de Euskadi, hasta que pasadas horas nos dijeron que llegaban fuerzas de liberación. Sucedió lo contrario: el comandante Pardo Zancada y sus suyos se dirigieron al Congreso, al lado de Tejero, entre gritos de los congregados: «¡democracia, sí; dictadura no!». A la mañana siguiente, escena parecida en la Universidad Complutense: había que ser un bastión de la democracia y era preciso dejar vacío el campus para no provocar. En el Archivo de Salamanca, la Guardia Civil de Casinello lo ocupó, luego lo desocupó. Sabemos que en el campo golpista sucedió lo propio y a alto nivel, entre otros momentos cuando el general Juste se negó a sumarse al golpe. O al hablar Armada con Tejero en el Congreso.
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El relato que nos hizo el Rey a algunas gentes en julio de 1988 abundó en tales situaciones. Juan Carlos I tuvo que ordenar al confiado jefe de Estado Mayor, general Gabeiras, que no dejase los contactos con los jefes militares en manos de su número dos, Alfonso Armada. Al ser liberado el Congreso, los líderes políticos visitaron La Moncloa. Cuando Adolfo Suárez elogió la actuación positiva de Armada en el desenlace, el monarca le corrigió y advirtió que pronto tocaría detenerle. Según sus palabras, la Reina exclamó al tener noticia de lo ocurrido: «¡esto es cosa de Alfonso». El Rey puso el colofón de la inseguridad cuando el príncipe Felipe le preguntó qué sucedía. «Nada, hijo», respondió, «que he dado una patada a la Corona, está en el aire y ya veremos dónde cae».
Semanas antes, pregunté a Fernando Claudín por las causas de la dimisión de Suárez. «Ruido de sables», dijo. Desde meses atrás, había entrado en escena la suma de sentimiento antidemocrático en el Ejército y la irritación creciente por el rayo que no cesaba de los asesinatos de militares por ETA. Los incidentds provocados por Herri Batasuna durante una visita oficial de los Reyes a la Casa de Juntas de Gernika el 4 de febrero de aquel año colmaron el vaso, aun cuando para entonces las cartas de la conspiración estaban echadas. Todos sabían que el Ejército era «la columna vertebral del régimen». También era un notable beneficiado económico de sus prebendas y por eso mismo constituía el principal adversario para una democratización. Esta exigía dar entrada al PCE en la legalidad. Suárez logró salvar el obstáculo pagando un alto precio ante los uniformados.
La llegada del golpe estaba cantada, aunque la propia estructura del Ejército lo dificultaba al ofrecer una dispersión pensada por el dictador para evitar que pudiese surgir de él una voz única. El Rey estaba situado en el vértice, heredero de la posición de Franco; seguía el reparto territorial entre ocho virreyes (capitanes generales), más una unidad operativa autónoma, 'la Brunete'. Juan Carlos jugó a fondo lo primero y vio cómo la Brunete se decantaba en contra del golpe casi por azar. Faltó articulación de los poderes territoriales; unos leales al Rey, otros desconfiados de ellos mismos y alguno esperpéntico, como el sevillano que se sublevó, se vistió de legionario, para celebrarlo bebió una botella de Chivas y así pudo ser reemplazado en el diálogo con el monarca mientras la dormía. Los conjurados externos –Tejero primero, Armada luego para intentar el aval superior y Miláns del Bosch en Valencia como baza segura– pasaron a primer plano y perdieron el enlace con los virreyes territoriales, tras el discurso del jefe del Estado. En la sombra acabó quedando el papel del Cesid. El hecho es que, con casi todas las bazas inicialmente en la mano, el golpe militar fracasó.
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El Ejército no estaba solo. Con sus atentados, más el 'show' de Gernika, ETA jugó a fondo la carta de devolver a España y a Euskadi al franquismo. Logró crear el clima de malestar generalizado, necesario para sumar apoyos al golpe. En cuanto a los partidos, de un modo u otro contribuyeron a acelerar la crisis. UCD con su fragmentación cada vez más acentuada, aislando a Suárez; el PSOE con su ofensiva a muerte desde la moción de censura de mayo contra «el tahúr del Mississipi», así apodado Suárez por Alfonso Guerra; el PCE, al borde de la autodestrucción. La visión en negro alcanzaba a los intelectuales, encabezados entonces por Juan Luis Cebrián desde 'El País', preocupados por el supuesto retroceso de la vida democrática. Era el desencanto. El fin del milagro económico también pesaba para cargar la atmósfera.
¿Y el Rey? Juan Carlos I no simpatizaba con un franquismo de sesgo humillante que hubo de soportar, tenía delante el ejemplo de la deposición de su cuñado Constantino por sentarse sobre las bayonetas y apostaba por la inserción de España entre las democracias occidentales. Su discurso de salvación constitucional respondió a todo eso e hizo fracasar el golpe. Sin embargo, hasta un grado que desconocemos, detestaba en vísperas del 23-F la política de Suárez, buscaba un acuerdo político con los militares disconformes –ahí está su comida con Armada que no autorizó a revelar, días antes del golpe–, de modo que podía agradarle un «Gobierno de concentración» como el propuesto por su extutor. Otra cosa era alcanzarlo vía Tejero. Queda la incógnita de la hora y media que transcurre entre el inicio del encuentro fracasado Armada-Tejero y la difusión del discurso del Rey por TVE.
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Al lado de la decisiva acción del Rey, la grandiosa movilización de la sociedad hizo fracasar definitivamente el 23-F y lo que suponía; primero con la manifestación millonaria del día 27, por fin con las elecciones generales de 1982. Tal es la primera lección: la libertad fue ganada por un pueblo consciente de lo que era perder la democracia. Segunda lección: los protagonistas de la vida democrática, ante todo los partidos políticos, en tiempo de crisis pueden conducir a la degradación del sistema democrático cuando olvidan que este admite el conflicto, no la guerra permanente. Por fin, el Ejército no es ya en modo alguno una amenaza como en 1981; toca al Gobierno asegurar siempre su lealtad, y la de los ciudadanos, sin alejarse del orden constitucional, inclusive en caso de su reforma. Evitemos otro 'desencanto'.
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