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Cuando se habla del coronavirus lo mejor es no padecerla o haberla padecido. La salud, se repite mil veces todos los días, es lo primero. Pero incluso cuando no se sufre, la convivencia con la pandemia se vuelve dura y complicada. Al margen de ... las medidas para evitar el contagio, hacer una vida normal resulta deprimente ya veces poco menos que imposible.
Es fatal para la economía, para los autónomos, para los escolares y para los mendigos que ni siquiera pueden sentarse en la esquina implorando una limosna. Millares y millares de familias sienten el agobio de no tener ingresos ni forma alguna de conseguirlos. Buscar trabajo en estas circunstancias y con esta incertidumbre es una utopía.
En Madrid, e imagino que en otras grandes ciudades será parecido, los confinamientos perimetrales o sectoriales impiden moverse con una mínima libertad. En la capital donde la situación era más grave se tropieza con unas normas discrepantes de las que establece el Gobierno, que ignoro si serán eficaces, pero si resultan surrealistas. Conozco a una familia que tiene la acera de la calle confinada, de la que no pueden ni siquiera cruzar a la contraria, que no lo está, para hacer la compra ni llevar el perro al veterinario. Muchas personas viven atemorizadas cuando se arriesgan a moverse de su demarcación mientras otras se saltan las prohibiciones en un ejercicio de irresponsabilidad deplorable. En muchos casos la situación obliga a buscar subterfugios para poder vivir; en otros, no: la tentación de montarse saraos, juergas y botellones sobrepasan las capacidades policiales de vigilancia.
Las colas a la intemperie ante las puertas de los bancos esperando turno para evitar que se aglomeren los clientes dentro de las oficinas es una imagen, como tantas otras, inédita. También lo es que los empleados de hostelería te interrumpan para recordarte que faltan diez minutos para el cierre y hay que llegar a casa antes de las doce.
Un psiquiatra amigo definió el ambiente social como tristón. Empiezan a encenderse las luces navideñas que en esta ocasión más que alegría, deprimen ante la frustración que supondrá tener que pasarlas sin reunir a todos los allegados como venía siendo habitual. Recorriendo las calles lo más deprimente es ver los escaparates tapados, las puertas de los negocios cerradas y uno tras otro, carteles con distintos textos, pero similar contenido: 'Se vende', 'Se traspasa' o 'Se alquila'. Es una imagen desoladora que se convierte en un reto para todos: esta crisis sin precedente hay que superarla.
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