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Vienen semanas duras. Vienen meses duros. Madrid sigue enarbolando las banderas del miedo, mientras que en Castilla y León se desprecintan las barras de los bares. Si bien se advierte de que nos quedan seis meses de «tensión máxima». El que avisa no es traidor. ... Y en Valladolid, según el barrio, uno puede quitarse la mascarilla en cuanto se sienta en la mesa, para poder picar del plato de su vecino con su propio tenedor, o no. La Policía lleva en el coche la cinta métrica para controlar distancias, pero cuando patrulla las calles en pareja, sin ser convivientes, no consigue mantener los dos metros de separación. También sin ser convivientes, que se sepa, Pablo Motos y Albert Rivera ponen la exclusiva televisiva por encima de la mascarilla sanitaria. Y mientras hablan de los ertes o del teletrabajo, la ministra del ramo y los agentes sociales posan todos sin mascarilla. Y sin guardar otra distancia que la ideológica. Eso sí: no llegan a abrazarse ni a besarse ante las cámaras como los futbolistas. Pero «fútbol es fútbol», como dijo el mítico Gary Lineker tras perder en la tanda de penaltis con Alemania en la semifinal del Mundial de 1986.
Ante tan gran mascarada, el ciudadano ya no sabe lo que hacer en público. Porque en privado sí: contagiarse. Es consciente de que la mascarilla, tal como la usamos, es un elemento de primer nivel para favorecer la expansión del virus. Pero prefiere atenerse a la legalidad vigente. Luego va a casa, reúne a los amigos, y les lee a Horacio: «Mezcla a tu prudencia un grano de locura». Es lo que sucede siempre frente a la incoherencia y la contradicción. No entiende, el ciudadano, cómo en el Congreso los Diputados, convivientes o no convivientes, se sientan uno al lado del otro. Mientras que en la ópera la voz de la soprano se desluce al chocar con el muro de las butacas vacías. Tampoco entienden por qué en lugar de proporcionarle una buena mascarilla, el Gobierno prohíbe al Rey, para protegerle, que presida la entrega de despachos a los nuevos jueces en Barcelona.
La covid lo trastoca todo. Aunque unas cosas más que otras. España es campeona en normas restrictivas. También en contagios por coronavirus. Y el Gobierno y la todavía virtual líder –por poco tiempo– de la oposición, Isabel Díaz Ayuso, sólo se ponen de acuerdo en una cosa: en seguir tomando medidas represivas aunque los resultados sean nulos. Más perplejidad y menos confianza en los gobiernos, como dicen las encuestas. Menos convivencia en la vida pública, y más en la privada.
Nos queda, menos mal, Cristóbal Montoro. No sólo con la perennidad de sus presupuestos, sino también con sus predicciones económicas. En enero de 2023 estaremos como en enero de 2020, si no antes. «La paciencia es amarga, pero sus frutos son dulces», decía Rousseau, parafraseando el viejo proverbio persa. Por eso, ante tales amarguras, los ciudadanos han decidido, sin necesidad de acudir a las urnas ni de echarse a la calle, actuar en casa como convivientes y en la calle como muertos vivientes. O sea, como zombis. Por si las multas, que a falta de subir los impuestos, ahí están en auxilio de las arcas públicas. Nunca es suficiente.
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