Díganme, por favor, que ustedes también tienen un lío de contraseñas en su vida como cualquier hijo de vecino. Que llegado el momento no saben qué combinación utilizaron para acceder a una cuenta concreta y, en consecuencia, prueban una y otra vez hasta que ... el sistema les anula el acceso «por seguridad». Desesperados todos, quien más quien menos usa métodos propios para conjurar esta confusión sistemática, porque en estos tiempos hay que tener contraseña para prácticamente cualquier actividad que gestionemos a través de un medio digital.
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Algunos, los más clásicos, recurren a apuntar estas claves en un cuaderno de los de toda la vida, un método que permite saber a ciencia cierta qué claves se han utilizado para cada servicio, pero que tiene la contrapartida de la falta de seguridad, porque si alguien se hace con la libreta podrá campar a sus anchas por todos los parámetros de nuestra vida 'on-line'. Otros usan la misma contraseña para absolutamente todos los accesos, algo que tampoco recomiendan los expertos por su vulnerabilidad, aunque reconocerán conmigo que así no se corre el riesgo de olvidar la combinación usada en cada caso.
Esta pretensión se ve dificultada, además, por el hecho de que cada servicio exige un tipo de clave concreta: más o menos caracteres, combinaciones concretas de mayúsculas, minúsculas, números y símbolos; en fin, otro sendero de confusión en nuestro recorrido por el proceloso mundo de las entidades bancarias, los servicios de entrega a domicilio, las compras y cualquier otra actividad que pretendamos desarrollar por medio de Internet.
A veces, resulta necesario solicitar una nueva clave de acceso porque hemos olvidado la que utilizamos en su día. En otras ocasiones, tampoco acertamos con la fórmula utilizada para el nombre de usuario, y así nos pasamos la vida, peleando para poder entrar allí donde nos interesa y topándonos con el muro infranqueable de las contraseñas. Nos ocurre con el ordenador del trabajo, el acceso a los archivos de 'la nube', la suscripción a una publicación o la entrada en una plataforma de vídeo. Todo solicita, inexorablemente, contraseña y sin ella pulsada correctamente no eres nadie. Así de claro y así de duro.
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Para remediarlo, algunos fabricantes de tabletas y 'smartphones' permiten el acceso a través de la huella digital, pero si lo han probado sabrán que el numero de fallos es elevado y que hay personas que al cabo de dos semanas deben de mudar la piel, porque la exactitud del acceso nos impide usar aquella aplicación que queremos. Otros emporios de la cosa digital anuncian que están preparando el acceso por el iris ocular, lo cual es un poco de película de James Bond y, eso si, impide el uso de lentillas a la hora de mirar fijamente al detector del dispositivo. Lo dicho, todo un lío.
Nosotros ya no somos nosotros, los de toda la vida. Aquellos que nos identificábamos con una simple firma o el documento de identidad. Ahora resulta necesario tener contraseñas, muchas y variadas, largas y cortas, sencillas y más complicadas. Conozco gente que utiliza Nabucodonosor@128 o Iturriberrigorrigoicoechea#34765, por aquello de la seguridad. Cuando la escriben el sistema muestra de inmediato su aprobación por la rareza de la formula, pero la originalidad extrema siempre se paga en forma de olvido irremediable de la astuta formulación elegida. Es como si el sistema dijera aquello de «te crees muy listo, pero yo lo soy más». En fin, les dejo que tengo que enviar este articulo a la redacción de El Norte de Castilla. Lo que ocurre es que no recuerdo la maldita contraseña.
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