Un año después, el recuento de los muertos de la guerra de Ucrania es tan confuso como la composición del nuevo lote de armas que España se dispone a enviar a Kiev. Allí, Pedro Sánchez promete carros y aviones de combate, mientras que aquí su ... ministro de Exteriores trata de confundir (más) a sus socios de Gobierno, hablando de Leopard de segunda mano y asegurando que la entrega de los cazas «no está sobre la mesa».
Sobre la mesa de todos los departamentos de extranjería de Europa sí están los ocho millones de desplazados ucranianos. Un país que tiene ya a uno de cada cinco de sus ciudadanos al otro lado de sus fronteras. Y que se resiste, para mantener la moral de los combatientes, a comunicar sus bajas reales. El Alto Comisariado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos daba hace unos días la cifra de 7.199 muertes de civiles. A finales del año pasado, sin embargo, un alto mando del Ejército de Estados Unidos hablaba ya de al menos cuarenta mil civiles muertos. Además de doscientos mil militares, cien mil por cada bando.
Cada bando, que ha tenido una manera muy diferente de conmemorar el aniversario. Los ucranianos, mostrando al mundo los crímenes de los rusos, y pidiendo más y mejores armas para resistir. Los rusos, con un teatro que cada día recuerda más las escenografías de Hitler, y amenazando al mundo con sus armas nucleares. Mientras los funcionarios del estado siguen sacando presos de las cárceles para llevarlos al frente de batalla.
Ahora los chinos piden con una mano el alto el fuego y con la otra el fin de las sanciones a Rusia, pero nadie sabe qué quieren decir realmente con el «respeto a la integridad territorial»: si que los rusos se queden con sus bocados de Ucrania hasta la fecha o que retiren las tropas para volver a febrero de 2022.
Un año después, la inmensa mayoría de los ucranianos piensan que el mundo ya no es el mismo que un año antes. Que no lo volverá a ser. Es difícil saber qué grado de resistencia muestran los ciudadanos rusos a la propaganda del régimen. Pero pienso que en su fuero interno también piensan (saben) que el mundo ni es ni va a ser el mismo para ellos en mucho tiempo.
A todos nos cuesta trabajo asumir de qué manera esta nueva guerra europea, tan aparentemente centrada en un territorio acotado de 603.700 kilómetros cuadrados (antes de la invasión), vuelve a ser una guerra mundial. Nadie quiso ver que aquella España de 1936, que se desangraba en una guerra incivil que los bloques utilizaban como tablero de juego, era el preludio de un conflicto infinitamente mayor.
Por los pueblos y ciudades de lo que queda de Ucrania se ha dejado oír estos días que 2023 va a ser el año de la victoria. Los rusos, que tienen prohibido por decreto hablar de la guerra, dicen lo mismo, pero al revés. Unos y otros saben que ni ellos ni sus hijos van a ser diez años, veinte, treinta años después del conflicto, como eran en 2022. Ni parecidos. Tampoco lo seremos, porque tampoco lo somos ya, sus vecinos europeos. Ni asiáticos, ni americanos, ni africanos.
«Preferiría la paz más injusta a la más justa de las guerras», dejó dicho Cicerón. El aniversario de esta guerra, injusta desde la más injusta raíz de los delirios humanos, solo nos tiene que servir para una cosa. No para contar los muertos o para honrarlos en la deshonra de su injusticia, sino para acelerar lo más posible el proceso de la paz. Cada uno en la parte que le toca. Incluidos los aviones o los carros de combate que se envían o que se dejan de enviar al matadero.
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