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Cuarenta y dos años han transcurrido ya desde aquel 6 de diciembre de 1978 en que se celebró el referéndum de aprobación de esta Constitución ... que rige nuestra vida en común. Un buen tramo de tiempo y de historia, ciertamente. Los primeros años, más o menos los primeros veinte años de vigencia, fueron de notable entusiasmo constitucional. Era tanta la ansiedad de experimentar lo que significaba para nosotros aquella situación de convivencia democrática en paz después de una larga dictadura, que ni necesitábamos más, ni nos planteábamos más. Los problemas eran otros: el terrorismo, algunas tensiones involucionistas, los periodos de recesión económica, las reformas pendientes. Y no eran ni pocos, ni menores. Pero para aquella generación nuestra que vivió la transición política como tránsito vital en todos los órdenes, lo que primaba era la convicción de que disponíamos de un punto de partida sólido que permitiría abordar esos problemas, y los que vinieran, sin tirarnos los trastos a la cabeza.
El tiempo pasa, y, con el nuevo siglo, una nueva generación, nacida o crecida ya con la Constitución en vigor, fue ocupando el espacio y, con toda lógica, fue desplegando nuevas exigencias y aplicando nuevas perspectivas a lo que venía siendo aquel remanso de paz constitucional a que antes me refería. No tenían el contraste directo del pasado, las pautas comparativas que habíamos tenido nosotros ya no estaban en su punto de mira, y era perfectamente explicable que los juicios de valor sobre el elevado nivel de utilidad que nosotros concedíamos a la Constitución empezaran a no ser tan intensos. Si acaso, nos molestaba que en algunos ámbitos se considerara un lastre su vigencia, o que se la considerara un producto caducado, fruto de pactos inconfesables, porque para nosotros había sido la plasmación de un ferviente deseo, canalizado a través de un ejemplar consenso. Con todo, entendíamos que el grado de satisfacción constitucional admitía diversidad y nos íbamos colocando en disposición de participar en un debate, que se hacía cada vez más vivo, sobre la necesidad de introducir en la Constitución reformas que la actualizaran o mejoraran, siempre que tuvieran detrás un nivel de consenso equiparable al que tuvo su aprobación y sin que ello significara abrir un proceso constituyente ex novo, como si el tiempo transcurrido hubiera sido un paréntesis vergonzante e inútil a superar cuanto antes.
Así que, en estos años más recientes, no ha habido aniversario que no viniera acompañado de propuestas de reforma, como bien se recordará. El debate ya no era tanto el de la naturaleza de los retos que la Constitución había ido superando con más o menos claridad, fuera en una primera etapa (así, la reordenación del Estado, la escalada terrorista, el esperpento del 23-F, etc.), fuera más recientemente (la pérdida de efectividad de los derechos económicos a causa de la crisis, las tensiones territoriales y los impulsos independentistas, las turbulencias de la Corona, etc.), sino más bien el del alcance de las reformas necesarias o convenientes para afrontar los retos aún no totalmente superados y para actualizar su contenido respecto de fenómenos que no pudieron ser percibidos cuando se redactó con el impacto que tienen ahora (Europa, las migraciones y la multiculturalidad, la calidad democrática, el entorno informático, el medio ambiente, los nuevos derechos, etc.).
Y siendo este el estado de la cuestión, adornado por las inevitables pasiones que genera un debate de esta envergadura, se nos echó encima la pandemia y, sin que hubieran desaparecido o estuvieran resueltos los asuntos planteados, la mayor parte de la carga polémica acumulada a propósito de la reforma pasó a segundo plano. Si estoy en lo cierto, lo que ahora es motivo de preocupada discusión tiene una doble dimensión: a raíz de la crisis sanitaria, se discute en lo más alto el modelo de relación entre los poderes públicos y la sociedad, y en lo más bajo el modelo de relación entre el Estado y las Comunidades Autónomas.
Lo primero es una cuestión de ámbito de libertad de los ciudadanos y de legitimidad para limitarla en las condiciones que venimos conociendo, singularmente cuando entra en contacto con el derecho a la salud, cuyo rango constitucional es un tanto difuso. La libertad tiene un amplio contenido constitucional: es libertad de movimientos, de expresión, de iniciativa económica, etc. Todo eso se ha visto afectado, y no puede dejar de plantearse si la limitación es proporcional, si los instrumentos para hacerla valer jurídicamente (el estado de alarma, en particular) están correctamente configurados, si su alcance temporal o espacial es adecuado, si el control a que debe estar sometida es suficiente. Tal vez haya que esperar a que la normalización esté más recuperada para discutirlo, pero no debiera olvidarse. No debiera ocurrir como con tantas otras cosas (recuerden los aforamientos, la limitación de mandatos, el sistema electoral, las incompatibilidades, etc., etc.) que fueron objeto insistente de demandas y compromisos y hoy parecen residir en la sutil morada del olvido, delicadamente postergadas.
Lo que atañe al sistema autonómico, está quizá más concernido aún por su impacto en el tratamiento de la situación sanitaria. En todo este tiempo, ha habido ocasión de comprobar cuál era el alcance real de los principios básicos del modelo de descentralización territorial que se implantó tras la aprobación de la Constitución: la distribución racional de competencias, la financiación suficiente, la coordinación efectiva, la armonización adecuada, la cooperación necesaria, la eficacia útil, la autonomía responsable, la lealtad imprescindible. Y no siempre han salido bien parados; con más frecuencia y más profundidad de lo deseable las asimetrías entre Comunidades han sido y siguen siendo palmarias, como lo ha sido la dejación recíproca e interesada, a veces del Estado a las Comunidades, a veces a la inversa, según el cálculo de costes y réditos políticos lo fuera aconsejando.
De manera que, a la vista de la experiencia, hacen falta unas cuantas reglas estables que se echaron de menos, como mínimo en esos dos ámbitos que señalé. Entre ellas, las hay que bastaría con que formaran parte de la cultura política constitucional, aunque no estuvieran escritas en ningún sitio; otras necesitarían formulación legal de distinto nivel; pero hay algunas que deberían estar en la Constitución para que no haya duda de su exigibilidad. Así que también este año el debate de la reforma es oportuno; por el temario afectado, quizá más oportuno que en ninguna otra ocasión.
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