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Cada año que ha transcurrido desde que se aprobó y entró en vigor la Constitución de 1978 ha habido ocasión para reflexionar sobre su significado, y este no iba a ser menos. Ciertamente, a medida que se han ido sucediendo los aniversarios, la orientación de ... esa reflexión ha ido cambiando de sentido, aunque no recuerdo ningún aniversario en que el énfasis estuviera puesto en la sustitución de esta Constitución por otra, considerando que la vigente fuera inválida o inservible, para abrir un nuevo proceso constituyente que fuera más allá de algunas reformas que siempre han estado en el candelero, aunque nunca se han materializado.
Lo que no deja de ser un síntoma cierto de normalidad constitucional, al margen de que pueda haber legítimas opiniones, muy minoritarias según todos los estudios que se han hecho al respecto, que propugnan un cambio de modelo en toda regla, alegando motivos diversos, y especialmente relacionados con el contexto y las circunstancias en que se fraguó el consenso constituyente de 1978 durante la Transición política de entonces.
Veamos entonces. Hubo una primera etapa en que la preocupación estuvo centrada en el desarrollo de la Constitución; ocurría que el texto constitucional remitía con frecuencia a futuras leyes, especialmente a las llamadas leyes orgánicas, para que regularan con más detalle asuntos que allí solo están previstos, enunciados o definidos. Muchos de ellos eran temas de principal importancia, referidos a los derechos y libertades fundamentales, que necesitaban desarrollo; otros eran necesarios porque trataban de la composición, organización y funcionamiento de organismos e instituciones esenciales que había que poner en marcha; otros, en fin, como era el caso de los Estatutos de Autonomía, resultaban de imprescindible aprobación para aplicar en el territorio el modelo de descentralización que se había establecido en el Título VIII.
Aquella primera etapa fue verdaderamente prolífica en ese sentido, hasta formar el conocido «bloque de constitucionalidad» con que se delimitaba ese conglomerado legislativo, sin cuya aprobación la Constitución no hubiera alcanzado vigencia efectiva. Muchas de aquellas leyes de desarrollo fueron objeto del mismo grado de consenso con que se había aprobado la propia Constitución; otras suscitaron polémica y desacuerdo, e incluso resultaron recurridas al Tribunal Constitucional, que fue fijando criterio en sentencias de muy elevada calidad jurídica.
Siguió luego una prolongada etapa en la que el debate estaba centrado más en el cumplimiento efectivo de la Constitución, de sus mandatos y de sus principios, que en su desarrollo legislativo; debate que, en buena medida, no ha cesado, porque siempre hay aspectos en los que cabe detectar carencias, déficits o incumplimientos. Los ejemplos de todo ello serían inagotables: la educación, la sanidad, la vivienda, los derechos sociales, pero también el poder judicial, la legislación electoral, la autonomía, la fiscalidad, y tantos otros, son motivo continuo de análisis, de demanda y de propuestas de muy diverso contenido.
Más recientemente, lo que ha primado ha sido el debate sobre la reforma, las reformas, que la Constitución necesitaría, o que convendría plantear, sea porque hubo asuntos que no quedaron suficientemente delimitados, sea porque, a lo largo de 40 años, han surgido temas nuevos, entonces no previstos, que merecerían algún tratamiento con rango constitucional, sea porque aspectos que sí están previstos y regulados han cambiado de contenido con el paso del tiempo. Y no deja de ser curioso que este asunto de la reforma de la Carta Magna, tan invocado en algunas etapas de nuestra vida política, o en algunos de sus aniversarios, entre y salga del debate sin más. Este año, por ejemplo, no tengo la impresión de haber escuchado voces ni ecos al respecto, y supongo que sus motivos habrá, tal vez relacionados con el momento político o con la conveniencia estratégica.
De manera que, si ni el desarrollo, ni el cumplimiento, ni la reforma, que siempre son, y deben ser, materia de reflexión y de propuesta, ocupan en este momento de una manera evidente el centro del debate constitucional, habría que preguntarse si hay alguna otra preocupación socialmente sentida en torno a nuestra ley fundamental. Y hasta donde yo lo percibo, creo que la hay; lo que ocurre es que tiene otro sentido, directamente relacionado con otras características de nuestra Constitución, que no son precisamente su contenido, sino más bien su espíritu.
Hay, en efecto, muchos tipos de Constitución. Las hay más antiguas y más modernas; más y menos completas; redactadas con mejor o peor técnica; más institucionales y organizativas, más políticas y más sociales, más otorgadas y más anheladas. La nuestra es muy especial; por lo que significó, teniendo en cuenta de dónde veníamos y a dónde queríamos ir, fue especialmente deseada y fue mayoritariamente valorada como un instrumento útil para transitar del oprobio de la dictadura a la libertad democrática, con algún que otro sobresalto, pero con una complicidad general y una dignidad compartida rara vez experimentada entre nosotros.
Pudo haber duda sobre si hubiera sido más justo un proceso de ruptura con el pasado, con todas sus consecuencias, lo mismo que hay certeza de que las renuncias individuales y colectivas fueron muchas y de que su compensación y reconocimiento ha sido tardío. Pero es también evidente que hubo una coincidencia muy generalizada de que la mejor forma de superar el pasado y abrir una nueva etapa era aquella, la que se aplicó, la que suponía priorizar el mayor grado de consenso posible para alcanzar los objetivos deseados. Y no ha sido malo el resultado: basta observar estos 44 años con perspectiva histórica.
De manera que la Constitución de 1978, además de su trascendental función jurídico-política para el asentamiento de la democracia, cumplió otra función tan o más valiosa. No sé si considerarla una 'función espiritual', pero anda cerca. Impregnó a la sociedad española de un modo especial de percibir y sentir la política, que no excluía la crítica ni la contraposición, pero que primaba el interés general cuando era necesario. Algo de eso hubo, un espíritu colectivo que facilitaba la convivencia tolerante. Y algo de eso parece que se echa de menos en estos tiempos, en los que la intransigencia y la desafección suben de nivel, con frecuentes manifestaciones de agresividad verbal, y hasta de odio, a la vez que se reduce el respeto y el diálogo.
Conste que yo no descarto que muchos de mi generación tengamos una visión demasiado idealizada de la Constitución, por lo que supuso aquel acontecimiento en nuestras vidas. Pero, aun así, creo que no estaría de más plantearse que lo urgente ahora tal vez no sea la reforma del texto, sino la recuperación del espíritu de esa Constitución tan especial que sigue siendo la nuestra.
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