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Uno de los aspectos más conmovedores e impactantes de la creatividad es que su luz traspasa la historia, remueve sus cimientos y nos recuerda con una caricia que no todas las revoluciones llegaron a conseguir su objetivo. La literatura tiene entre sus páginas capítulos de ... predestinación que ni las pitonisas más diestras habrían podido adivinar. Por eso sigo quedándome boquiabierta cuando abro una novela que, línea a línea, va desvelando mis propios enigmas.
Mis amigos saben que ando pidiendo por las esquinas que me recomienden «joyas», viajes de escritores que han encontrado el camino para llegar a donde yo deseaba hacerlo. Perlas peregrinas que no se encuentran en las torres de novelas del hipermercado, ni en las gasolineras o en los aeropuertos. Antes había libreros que te invitaban a mirar en el interior de un título, te daban tres pinceladas sobre la trama, los personajes y la forma en que el autor describía su realidad, y te lanzabas a la aventura. Dicen que vuelven las librerías, que a pesar de la revolución digital y de ese batiburrillo de oferta de ocio que nos promete el metaverso, los libros, junto al cine, siguen siendo los reyes del latigazo en el alma. Ojalá.
Los escritores somos quienes describimos el paisaje tras la guerra, el dolor tras el asalto, la felicidad tras una vida dedicada a su búsqueda. Tratamos de describir la textura de una secreta ternura, o la torpeza congénita para acertar a vivir. Acomodamos la mirada a los secretos y los devolvemos a la vida en manos de personajes diseñados para hacerlo. No me parece poco asumir ese riesgo para que otro lo descubra.
Una persona me llamó hace unos días y me dijo que necesitaba encontrarse conmigo; tenía una historia para mí. Nos encontramos en una terraza frente al mar, en medio de una de estas mañanas de calor desacostumbrado. Se presentó y luego, como si por fin pudiera romper una alambrada, me dijo que no podía seguir silenciando la historia de su madre y que quería que viera la luz. Le dije que yo no escribía por encargo, que no era capaz de hacerlo, que lo más que podía hacer era orientarla hacia un proyecto que debía ser suyo. Me dijo que me la regalaba y empezó a contármela. Cuando puso la palabra fin ya no hacía calor y en la terraza vestían las mesas para comer. Me entregó una carpeta con documentación advirtiéndome de que podía hacer con aquella información lo que quisiera menos ponerme en contacto con ella.
Desde hace una semana cargo con el peso de unos secretos que me turban y que han pasado a ser míos. Leed.
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