Dios resucitó al tercer día, pero la economía y el ánimo no están para pascuas. De un tiempo a esta parte han bajado los aplausos, las caceloradas. Nadie dijo mucho del piterío virtual al Gobierno en un momento en el que en la televisión daban ... algo de lo bello que es el Levante vacío. La resurrección de la carne es una cosa, la vida eterna otra: entre ambas hay un balcón encendido con una maceta de plástico y un niño hiperactivo al que Peppa Pig no le dice ya nada más que o la libertad o el caos.

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Ha dicho la consejera de Sanidad, en lógica previsión de placeres, que evitemos salir al sol y a la nevera, como si el sol y la tartana de Fagor fueran lo mismo. Una nevera es un balcón, una bodega capitalista con yonkilatas y queso de cuando fuimos a Reinosa. Las neveras confinadas, además, tienen algo de bodegón a medio pintar donde están puestas las esperanzas del buche lleno y que el sueño sea, al menos, placentero.

En mi confinamiento apenas recuerdo ya que hace tres meses nos llevaron a recitarle al Ciprés de Silos. El techo bajo y el cielo alto, que es este secuestro necesario, van despersonalizando al Hombre. Lupo va y viene, con sus trotecillos; a casa siguen llegando Protos, mantas zamoranas y otras cortesías margaritas, munarrianas y lametianas por Amazon y el correo del zar. Hedonismo en la medida que podemos.

Se sabe que hoy es doningo porque lo pone a la vera de la cabecera gótica de esta casa. Los días se acortan en un solsticio de soledades, en un cabreo con las tartamudeces de Illa, en unas siestas memorables.

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La esperanza, querida consejera, es el sol y la nevera. Que existan para el futuro.

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