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No puedo ni quiero ver el documental de Umbral de la Seminci. Dijo aquí Peláez que es tan fiel, tan trágico, que haría removerme partes de mi pasado tan ligadas a Umbral. Por ejemplo, el primer día que entré en su 'dacha' o cuando ... yo, niño del Sur de Castilla, entendió por vez primera Valladolid y Madrid a la manera de Umbral.

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Uno ha ido desde Málaga hasta a la Alsacia hablando de Umbral a catedráticos –que eran familia suya– y aniños adolescentes que no saben qué es un libro ni la posibilidad de poesía en un periódico. No quiero ver el documental porque llega a lugares del corazón de Umbral de los que yo, en su día, huí líricamente por el frío que me daban.

A Umbral se le quiere o se le odia, y sus odiadores acostumbran más a redactar que a escribir. A veces releo al azar sus libros de adolescencia, en los que el Pisuerga era un mar, un Báltico que idealizaba helado en los eneros donde patinaban sus musas y se ahogaban esos golfillos que yo nunca he visto en Castilla. Valladolid es la infancia/no infancia de un niño criado por los libros, y, créanme, no hay literatura que cure el frío de una vida.

Delibes se enamoró de la escritura por la limpieza lingüística de un manual jurídico; Umbral –el Pacorris de don Miguel– por las prosas que salían de este periódico. Ambos, tan diferentes, fueron lo más parecido a una sagrada familia que tuvo nuestro Capote. Yo sé de los disfraces de Umbral. De la columna de sociedad y de su Guermantes madrileños como distracción de un alma atormentada. El gran seductor tenía una nevera vacía en el pecho, y ese helor no quiero removerlo con el documental que dicen que es maravilloso hasta la habitación última de la sangre.

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