Somos receptores calurosos de sentimientos, los recibimos con agrado y buen corazón, pero a veces alguno se desvía y al rozarnos escuece. Entre los más ... molestos figura este que elijo para la ocasión: la condescendencia. Es fácil de distinguir. Sucede cuando en el trato con alguien apreciamos un desdén compasivo que hace las veces de un tortazo. Nos duele porque, al fin y al cabo, preferimos el insulto violento o un desprecio descarado antes que un perdón no solicitado. Los perdones regalados son siempre indigestos. Son como una injuria al revés.
El tono condescendiente es propio de maestros, clérigos y padres suficientes o autoritarios. Lo aplican siempre como pellizco de monja: chiquito y de poca carne, pero retorcido y rabioso. Sin conocer bien el motivo, ni advertirte para qué, el indulgente no autorizado te pone una banderilla minúscula de la que sales, como toro manso, bastante dolido.
Aceptar la propia inferioridad no es malo, siempre y cuando se acompañe de la firme decisión de poner punto final al conformismo. A ese esfuerzo reconstructivo lo llamamos superación, y llegamos a calificarlo de dignidad si se hace con un tesón especial. Pero que alguien ajeno dé por hecha tu inferioridad y, sin venir a cuento, salvo para marcar su superioridad, te disculpe o te intente reconfortar, crea una atadura en torno de ti difícil de resistir y complicada de desatar.
A fin de cuentas, si te insultan sabes más o menos el procedimiento para defenderte, pero si te aplican el cerrojo de la condescendencia tienes tres sogas que cortar: la de tu supuesto fallo, la de la indulgencia gratuita y la del desprecio disfrazado. Y no es fácil deshacerse de las tres a la vez.
Sea como fuere, la condescendencia es una invitación no cursada para que te justifiques, y así cerrarte la escapatoria y coartar tus movimientos. No es bueno tener que justificarse cuando lo que uno quiere y necesita es afirmarse y blandir su voluntad. La justificación te sitúa a la defensiva, tras una barricada intempestiva que han levantado por ti, cuando lo que realmente quieres es atacar, vencer y transformar.
La condescendencia es una jugada maestra de quien te quiere mal. Bajo el disfraz de la comprensión te aniquila y te disuelve. Tan solo tiene un punto débil con el que en general el condescendiente, confiado en su 'caridad', no cuenta lo suficiente: que no lo olvidas. No hay quien no recuerde el gesto de un falso indulgente. Despierta tanto odio, nacido de la impotencia a la que te somete, que es difícil recuperar la amistad de quien te disculpa gratuitamente.
En realidad, las amistades se rompen por dos motivos principales, o por la violencia o por la condescendencia. Parecen opuestas, pues una te expulsa mientras que la otra te socorre, pero son idénticas, solo que la segunda es más cruel.
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.