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Ir a la compra se ha convertido en un planazo, a pesar de que las grandes superficies tienen una especie de guardias de tráfico virtuales que nos redirigen hacia los puntos que les interesan. Puede que no tengas previsto comprar un bote de espárragos o ... esa salsa barbacoa que duerme el sueño de los justos en tu armario esperando su caducidad, pero como se hayan propuesto venderlos ese día, tienes muchas probabilidades de encontrarte frente a ellos. Los hipermercados son fascinantes y tienen detrás a toda una serie de estudiosos de nuestro comportamiento. No solo te proporcionan carritos modelo coche infantil para que el niño no dé la lata, sino que se sitúan en centros donde los fenómenos climáticos carecen de importancia.
Pueden parecer laberínticos con sus pasillos y cabeceras pero están perfectamente señalizados. En verano, si la temperatura es muy alta, vas a relajarte a la zona de yogures, más refrigerada. En invierno, la zona de panadería, con los hornos en funcionamiento, y si quieres hacer amistades no necesitas apuntarte a Tinder, con situarte en esos lineales donde los hombres se olvidan de la compra mirando rodilleras de neopreno, cajitas de destornilladores, máquinas para envasar al vacío el bocadillo o luces de todo tipo y condición lo tienes hecho.
Reconozco que hace tiempo que he dejado de resistirme a sus perversiones. No soy de las que miran las composiciones ni los glutamatos y soy perfectamente consciente de que mi libertad, fuera de mi cabeza, es de cartón piedra. Además he de reconocer que me gustan esos lineales extraños donde hay productos insospechados que a veces no valen absolutamente para nada, y otros de los que no comprendes cómo has podido prescindir: cortapelos para la nariz, distribuidor de etiquetas para congelados, camisetas térmicas o esas inestables baldas para una esquina de la ducha que acabarán en el suelo.
La compra no sería lo que es, una aventura, con carteles de 3x2 o 2x3 con letra pequeña, si una no perdiera la mañana buscando la utilidad a un artefacto al que te han conducido sibilinamente y que te resulta imposible abandonar con la duda de no saber si es el chollo de tu vida. Hace unos días estuve en un pueblo de esos que están en medio de ninguna parte. Había una tienda, solo una, un bar, solo uno, y una población triplicada por el verano y la necesidad.
Se veían las estrellas por la noche y en la tienda únicamente se vendían cosas necesarias. La primera impresión fue de precariedad; mis ojos acostumbrados a la abundancia de la oferta, juzgaba lo necesario como escasez. Macron, que es un chico, listo dio en el clavo. Se ha terminado el tiempo de la abundancia.
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