Nada como un columpio. Resulta extraño cómo la vida se va asociando a elementos externos que reconfortan de algún modo.

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Recuerdo cómo siendo niño en la huerta familiar se liaba un aparato de este tipo, con sus cuerdas, una madera, y ... ese frágil esqueleto atado a las ramas de un árbol.

Nunca logré entender cómo podía ser tan divertido ganar velocidad hasta que el miedo superaba la sinrazón y el balanceo se debilitaba para regresar al punto muerto inicial.

Aquella aventura, simple y hasta ñoña, resultaba extraordinaria. Siempre que había un columpio ahí estaban todos los miembros de la familia corriendo para ser el primero en subirse y volar. Sin embargo volar, lo que se dice volar, solo lo lograba uno de mis primos con su determinación para soltarse de las cuerdas en el momento de mayor tensión. En ese punto nos ofrecía un maravilloso arco descendente con un espectacular aterrizaje que gráficamente siempre quedará radiografiado entre tiritas y mercromina.

Pude presenciar 'vuelos' increíbles y aterrizajes propios de los hermanos hermanos Wright, tan pegados al suelo, con una polvorienta escena en el contacto final con la tierra, y todo con sus sonidos característicos: el 'ohhh' de los espectadores, el 'se mató' de la familia y el 'no pasa nada' del atrevido 'piloto' con medio cuerpo amoratado.

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El tiempo y los años me hicieron creer en otro tipo de columpios. En concreto en 'El Columpio'. Así, con mayúsculas. 'El Columpio' era un pub de León en la calle Lancia, oscuro, sin ventanas, había columpios en la barra y una cabina de teléfono al fondo, un recinto de tamaño medio, con una 'cueva' bajo el piso principal y en el que horario no existía.

Matilla, su propietario, convirtió aquel antro (entre comillas) de buena música y mejores copas en un lugar de culto durante varias generaciones, aunque su 'top' llegó en la década de los ochenta y los noventa.

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Había semanas en las que 'El Columpio' no tenía horario de apertura y todo porque, en realidad, nunca cerraba.

Recuerdo que una noche de verano, bien entrada la madrugada, llamaron a la puerta con contundencia. Eran más de las seis. Al otro lado dos fornidos policías exigían el cierre inmediato del local.

–«Pasar, hoy ha venido el jefe», les dijo Matilla.

Era cierto. En el interior, en medio de una nieblilla heredada de no se sabe cuántas cajas de cigarrillos, Arsenio Lope Huerta, gobernador civil de León, discutía sobre asuntos políticos con algunos tertulianos. Huerta era un tipo formidable, dotado con una capacidad social, política y humana extraordinaria.

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–«Tómense algo», les digo a los agentes.

Sorprendidos aceptaron la invitación. No recuerdo lo que pidieron, pero sí cómo fue la despedida.

–«Nos vemos mañana, jefe», le comentaron al siempre imperturbable Lope Huerta.

–«En un rato, mejor», les remató el político con una sorna digna de ser enmarcada.

Se fueron aquellos tiempos y ahora he recuperado la afición por los columpios, por los otros, los de cuerda y madera.

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En León apenas hace unas semanas la localidad de Riaño instaló el columpio más grande de Europa. Y la atracción se ha hecho viral. Tal fue su éxito que la pasada semana Lario se ha sumado a la nueva moda y ha levantado otro columpio con el que casi se puede tocar el cielo.

Sin más afán que el recordar tiempos pasado me he apuntado para las vacaciones visitar ambos columpios, aunque dudo que puedan alcanzar las singularidades de aquellos primeros artefactos voladores y desde luego nunca llegarán a la altura de aquel columpio de la Calle Lancia de León, con sus música, sus hielos, sus...

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