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Como paciente, nunca me he sentido más a gusto que con mis médicos de cabecera que, dada la edad que tengo, habrán sido unos setecientos. Los ha habido buenos, malos y regulares, pero siempre más cercanos que esos especialistas que saben mucho de lo suyo, ... pero solo de lo suyo. Al de cabecera, íbamos a contarle todo: el dolor de rodilla, las náuseas mañaneras o el grano en un lugar indigno, asuntos que dominaba el buen doctor y que rara vez derivaba al hospital. Pero todo se fue al carajo el día que llegó el coronavirus porque los ambulatorios cerraron o dejaron de atender de manera presencial. El cambio fue tan brutal que la frase «que pase el siguiente» dio paso a esta otra: «todos nuestros operadores están ocupados. Por favor, llame más tarde».
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De la noche a la mañana, el médico de Atención Primaria desapareció de nuestra Sanidad Pública y, con suerte, lo más que consigues ahora es que alguien del ambulatorio te llame por teléfono en dos o tres días. Semejante desgracia colectiva nos ha dejado de repente sin doctores de proximidad y obligados a acudir incluso por chuminadas a los grandes centros, tan especializados como impersonales. Espero que los dirigentes de lo público caigan en la cuenta de que los galenos de cercanía son utilísimos para evitar el colapso de los enormes hospitales porque a veces resuelven males que se arreglan con una aspirina y sin ocupar camas de UCI.
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