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Hoy me vacuno y guardo cola bendita, como llevan haciendo desde hace una semana todos los hijos del desarrollismo español de los sesenta; como han hecho ya casi todos los 'boomer' –así nos llaman los veinteañeros, no sé si para bajarnos los humos o para ... subirnos la tensión– que repoblamos la península tras el bombazo de natalidad que tuvo lugar en España casi una década después del vivido en el resto de Europa, donde los 'boomer' –téngase en cuenta– ya se enfundan chalecos amarillos.
Es la consecuencia de aquel Plan Marshall que, como ilustró Berlanga tan bien, nos pasó de largo. Europa vivió su efervescencia económica y demográfica en los cincuenta con aquellos fondos de recuperación que a menudo asaltan mi pensamiento cuando se habla de los que han de venir tras la pandemia, pero a España le acabó llegando el premio de consolación gracias al asentamiento de unas bases militares estratégicas en plena guerra fría.
Si a los franceses les bailó el agua un americano en París, allá por 1951, y los italianos anduvieron encandilados de vacaciones en Roma, allá por 1953, a los españoles se nos pasó literalmente el arroz esperando hasta 1959 para que Glenn Ford se pavoneara con un coche desmedido y hortera, propio de los 'Supersónicos', bajo el acueducto de Segovia. Es decir, que en lugar de recibir las atenciones de George Marshall, el militar americano administrador de la victoria en Europa, los yanquis nos enviaron a George Marshall, el director de comedias de Stan Laurel y Oliver Hardy, para filmar 'Empezó con un beso', aquella hórrida comedia capaz de estereotiparnos del derecho y del revés con un hato de ocurrencias exóticas, como aquella jota aragonesa bailada en pleno centro de Granada, o aquel torero bodeguero, caprichoso, cursi y adolescente, «maduro por un costado y verde por otro», que diría Umbral, como garante de los paradigmas españoles.
No es que quiera desmerecer al pobre George Marshall director, por supuesto. Alguien capaz de tejer matices de comedia como los lucidos en sus películas del Gordo y el Flaco (y que nadie ha explicado de forma tan sublime como Paul Auster), o con casi tanta antigüedad en el carné de cineasta como los hermanos Lumière, tiene todo mi respeto. Pero reconózcase que, ante un Vincente Minnelli con Leslie Caron y Gene Kelly, o un William Wyler con Gregory Peck y Audrey Hepburn, lo suyo con Debbie Reynolds y Glenn Ford se tumba solo.
En cualquier caso, divago, como un 'boomer', cuando lo cierto es que de aquel festival natalicio en los sesenta surgió la generación que ha anegado todo a su paso como un maremoto. Puede que nos librásemos del hambre, de la miseria y de las colas de racionamiento, pero somos la generación causante de no pocas carencias asistenciales. Nuestra gracia siempre guardó cola para ser atendidos por los médicos de cabecera, para entrar en colegios, institutos y facultades con medio centenar de alumnos por aula. Fuimos la primera gran juventud desempleada y quizás –debido a nuestra insólita demanda de vivienda, mal interpretada por la codicia del mercado– cómplices de la última burbuja inmobiliaria.
Vértigo da pensar en nuestra futura plaga como pensionistas. Y precisamente por eso, lo más desolador ante la última fila formada por nuestra generación del 'baby boom' es que no ha habido otra desde entonces, ni está, ni se la espera; que a pesar de la creatividad administrativa para sacarle incentivos fiscales a la natalidad, como las veintiuna desgravaciones de la Junta de Castilla y León, la precariedad laboral y la falta de oportunidades pesan demasiado en el deseo repoblador de nuestros jóvenes. No sé si los futuros fondos europeos son su Plan Marshall. De ser así, habrá que ver si la película a montar con ellos vale la pena.
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