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El puerto fluvial de Iquitos, capital de la Amazonía peruana, reflejaba a principios del siglo pasado la prosperidad de la selva, antes de que aquel bosque misterioso y gigantesco se convirtiera en el principal reducto ecológico del planeta frente al calentamiento global. Los devotos de ... la ecología primitiva reivindicaban entonces con entusiasmo la calidad y capacidad de esa masa forestal, que se extiende desde las estribaciones de los Andes hasta el Atlántico, siete millones de kilómetros cuadrados de la cuenca amazónica, una superficie que era por entonces el pulmón verde más grande del planeta. Hace un siglo llegaban por barco al malecón de Iquitos la maquinaria para la extracción del caucho y las materias primas (hierros, cemento, pinturas y azulejos) para construcción de los edificios nobles pagados por el gran negocio del látex.
Hace dos décadas, asistí allí con estupor a la descarga de esas variadas mercaderías, estructuras metálicas, tejidos, tabaco, bebidas alcohólicas y fardos de papel higiénico, destinadas a la clientela creciente del medio millón de habitantes de la ciudad. Aquellos grandes barcos cargueros tomaban desde allí mismo el rumbo de regreso hacia el océano con destino lejano, repletas sus bodegas y cubiertas con miles de toneladas de maderas preciosas (caoba, cedro, palo-rosa) y colosales troncos de lupuna, el árbol más alto de la selva, con destino a los grandes puertos de América del Norte y Europa.
Con la misma emoción desbordante de la fiebre del caucho, los habitantes de aquellas selvas cada vez menos vírgenes se entusiasmaron ante el anuncio de la capacidad de destrucción de dióxido de carbono que tenía la flora exuberante de las junglas impenetrables. Pero el paso del tiempo y la tala ambiciosa de árboles mudaron el rendimiento ecológico de aquellas forestas excesivas. Tras una década de exploraciones, los biólogos que han estudiado las emisiones de gases causantes del efecto invernadero en la cuenca del Amazonas han llegado a la conclusión de que solo el 20% de esas selvas absorben más dióxido de carbono del que emiten. Este trastorno ecológico es debido a la deforestación y a los incendios a que está siendo sometida tanta frondosidad ecuatorial. Así pereció allí la ecología poética de la masa forestal amazónica, esperanza salvadora de todo el planeta ahogado por tantas contaminaciones.
Con el ritual exigido a las grandes celebraciones políticas, solo en apariencia apocalípticas, se reúnen estos días en Glasgow los representantes de los gobiernos e instituciones encargados de frenar la carrera hacia un fin del mundo incierto, según pregonan los profetas de otra ira terrenal. Causa pavor escuchar al secretario general de la ONU, António Guterres, tan católico él y casi místico, su amenaza bíblica: la humanidad está cavando su sepultura y destruyendo el planeta a causa de tantas alteraciones de la naturaleza. A pesar de ese ultimátum inquietante estimulado por las ONG ecologistas, los líderes políticos mantienen con el romanticismo poético de sus discursos las mismas reticencias y aplazamientos que hace veinticinco años, cuando la ONU logró reunir por vez primera a los líderes de los países con el mayor deterioro de su medio ambiente según las estadísticas oficiales.
Estados Unidos, India, China y Rusia son los países que más contaminan lanzando a la atmósfera dióxido de carbono, y sumados producen el 55% del CO2 mundial. Los dos primeros han alargado sus plazos para cumplir con el exigido recorte de esa contaminación, la India hasta el año 2070 y Estados Unidos hasta el 2050. A la espera de encontrar justificaciones verosímiles, China, responsable de la cuarta parte de la contaminación mundial, y Rusia, segundo país productor de petróleo, han optado por dejar la silla vacía en la Cumbre del G-20 en Roma y el concilio ecológico de Glasgow. Los discursos y promesas de los asistentes son tan banales que ni siquiera el duende romano de la Fontana di Trevi, donde los líderes presentes lanzaron al agua sus monedas de la suerte, será capaz de exigirles evitar el fin del mundo que los lobbys ecologistas cacarean estos días en Glasgow con su acostumbrado fervor por la alta causa de la supervivencia de la humanidad.
La responsabilidad de ese fin del mundo provocado por la destrucción de la naturaleza compromete tanto a los países pobres como a los más prósperos. La lista de los contaminadores planetarios muestra la disonancia de argumentos entre la pobreza y la riqueza de los países. Hace un siglo, el proyecto de mantener el pulmón verde de la Amazonía abrió la esperanza de aquella selva tupida de árboles y plantas ahora en peligro. Se acerca el tiempo de los grandes cataclismos ecológicos, avisan los investigadores empeñados en inyectar ese temor a la opinión pública y la fe en la ciencia que salvará al planeta, pues nunca ha estado tan cerca la autodestrucción de la Tierra empujada por los presagios apocalípticos del calentamiento global.
Lo anunció Sófocles en su 'Antígona': el hombre es el único ser sobre la Tierra que, cual terrible criatura en su horrenda maldad e ignorancia, es capaz de destruir todo cuanto le rodea, como la erupción de un volcán que todo lo arrasa acaba con la vida. He aquí que llega la hora de la destrucción, avisó el poeta griego, desenlace de una visión trágica de la historia de la humanidad regida por el dios primordial Ananké, quien ordena la última compulsión ineludible. Pero esto es sólo mitología.
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