Hay ciudades que resumen con exacta grafía el rostro del alma de sus habitantes. Las calles son ojos, labios, palabras, tristeza, gozo, abulia, pesar, y hambre. Cuando el ciudadano no es triste, ni abúlico, ni vive apesadumbrado, su ciudad resume su alegría, su imaginación y ... su exaltación, Su metrópolis deja de ser recoleto resumen y se abre a los horizontes. Su polis ya no es un habitáculo hermético e inmóvil, sino una flecha lanzada hacia infinitos espacios. No existen fronteras computables y sus ciudadanos se mezclan en la ceremonia orgiástica de la expansión.

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En una ciudad de seres tristes, los muros, las casas, las plazas y avenidas se alzan graves sobre las personas. Los edificios crecen amenazantes y el asfalto reduce las personas a mera presencia testimonial. En la ciudad de seres alegres no se notan los muros, y las casas son prolongación de la vitalidad de sus moradores, las plazas son tiovivos en movimiento, y las avenidas siempre están ensanchando hacia la línea del horizonte.

Las ciudades son tristes cuando un núcleo cerrado de sus habitantes, cuando familias conviven en ellas dominándolas a su antojo sin mezclarse con sus moradores. Sin mezclas sanguíneas, sociales, empresariales, espirituales, gobernando a todos sin escuchar a nadie. Las ciudades son alegres cuando emocionan, cuando toda su polis es una frontera, un umbral, una ventana abierta de par en par hacia todo aquello que irrumpe del exterior con la energía de la renovación.

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