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Hemos llegado a un punto en que la vida se ha vuelto sátira y esta en la propia vida: ya parece que no hay existencia humana sin la caricatura, la máscara, lo viral, lo ocurrente, la mensajería instantánea y el hooliganismo online. Pero sobre ... todas las cosas, ya no se puede vivir sin esta mediocridad reinante, que es doctrinal e inquisitorial, por otra parte, plagada –y escribo lo de 'plaga' a propósito– de ofendiditos ignorantes. La libertad espléndida de los años setenta, ochenta y noventa, o incluso del arranque del siglo XXI, cuando nos las prometíamos todas con nosotros, brilla por su ausencia.
No diré quiénes, pero escritores, pensadores, dramaturgos y periodistas destacados comienzan ya a reconocer que se autocensuran en sus cosas para que Torquemada y compañía no los lamine. Uno añora el tiempo retrospectivo, donde había una idea de la permanencia, para sobrevivir entre tanto blanqueamiento de todo: la mujer vallisoletana asesinada, el sacristán rebanado a machetazos, la suelta legalizada del depredador sexual o la grupi futbolera ultrajada por el astro del balón son ahora noticias volanderas, porque bastante tenemos con lo nuestro. La verdad es que toda esta melé criminal se solucionaba en tiempos arrojando a la gentuza al Pisuerga por el puente de Poniente, y la naturaleza iba tomando sus propias decisiones, que siempre son sabias. Hemos hecho del verdugo una víctima social, recuperable y demás (es posible que haya casos en que sí, no diremos lo contrario); del asesino un parásito pensionista que entra y sale de la cárcel, y del pederasta despiadado un protomártir de los tiempos. Cuando el buenismo invade la existencia y vemos la sangre de madres, esposas, hijas y novias salpicando nuestros pies, nos hemos entregado a la explotación deliberada del mal. Y el paisanaje comienza a estar en entredicho.
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