La pequeña localidad alemana de Passau es conocida como la ciudad de los tres ríos. Después de lamer parte de la Baviera, sobre ella se reúnen las aguas verdes, azules y negras del Eno, el Danubio y el Ilz. Sin ánimo de rivalizar directamente con ... Passau, o la contundencia y hermosura de sus soberbios caudales, nuestra Valladolid también podría conocerse, entre otras singularidades (y desde que Puente Duero es barrio) como la ciudad de los tres ríos. Pero a nadie parece importarle que así sea, a pesar de tratarse de un detalle harto exótico y nada desdeñable con el que algún publicista imaginativo podría hacer campaña. Tres ríos y un canal que hasta no hace mucho parecían estorbos al secano, excusas para el abandono, escondites del vertido y que, al fin, no sin décadas de esfuerzo, limpieza, vigilancia y educación, se han reconciliado con lo verde y con nuestra mirada. Cuánta riqueza sigue su curso gracias a estos cauces nuestros que son, sin embargo, un préstamo.
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Al río siempre ha de acompañarlo su naturaleza pasajera, su carácter migrante. Nadie puede apropiarse de un río aunque lo sienta suyo; a nadie se le ocurriría rechazarlo porque venga de lejos, ni albergue la intención (por suerte) de quedarse. Me recuerda a ese paisanaje que de igual modo viene y nos deja; a la fértil estancia de quienes se nos acercan y nos transforman con su impronta antes de partir sin aviso previo ni despedida solemne.
Después de una feria del libro más heroica y esforzada que de costumbre, donde perviven felizmente los comensales ante un ajustado banquete y al amparo de las casetas reunidas en una Plaza Mayor, que en nuestra memoria colectiva siempre habrá de ser la del Mercado, se han resuelto tres homenajes, a pesar de la dificultad sobrevenida, a tres de estos generosos y fértiles caudales que nos enriquecieron con su paso por nuestras orillas. El hispanista francés Joseph Pérez, que ayudaría a desenmarañar con sus investigaciones el nudo cargante e inútil de la leyenda negra nacida entre los pliegues de la historia moderna de España, fue objeto de uno de ellos. El segundo contribuyó a paliar, si ello es posible, el vacío e inmenso pesar producido con el fallecimiento de José María Calleja en el momento más incierto y luctuoso de la pandemia.
Amigos y buenos conocedores de su experiencia política y profesional acariciaron la vinculación personal, familiar y vital con aquella Valladolid hostil de su juventud, que mejoraría gracias a la audacia y generosidad de su activismo, de su militancia y su compromiso social. Y por último hizo la feria por paliar el agradecimiento pendiente a José Jiménez Lozano, que falleció justo antes de que la pesadilla virulenta nos atrapara a todos, para rememorar su figura como escritor, poeta y periodista que sobre todo leía y disfrutaba de buenas conversaciones, ya fuera en presencia de su interlocutor, o a través de los textos; el hombre que rechazaba continuamente palestras engalanadas y siempre acudió solícito a los institutos y colegios para conversar con los alumnos.
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En esta feria de suspiros, necesitada de usos y costumbres que recuerden un mundo perdido, estos tres homenajes han sido nuestra mirada agradecida a las riberas limpias y fértiles. Anotaba Jiménez Lozano en uno de sus cuadernos poco después de jubilarse y siempre un paso por delante: «No puedo aceptar la invitación a dar una conferencia o lo que fuese sobre las señas de identidad castellana porque no tengo ni idea de lo que pueda ser eso». Valladolid habita hoy una tierra enriquecida por el leonés, el occitano y el abulense que recordamos con gratitud. Nuestra identidad, de haberla, se nutre de su paso.
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