Cifras y letras muertas
La Platería en llamas ·
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Por qué es estadística y socialmente tolerable que mueran cuarenta y cuatro personas de covid en Castilla y León durante el último fin de semanaHan pasado décadas de esto, pero quizás alguien más recuerde que en el génesis del etiquetado personal uno podía ser de letras o de ciencias. Y si uno aseguraba ser de letras tenía margen de maniobra. De una persona tan poco práctica se esperaba una ... cita de Wilde o de Gracián, una anécdota de Churchill o de Romanones, un verso de Espronceda o la erudición esforzada, no sin cierta y acomplejada pedantería, de un periplo etimológico detrás del uso de algún tecnicismo, pero poco más.
Si uno era de letras, en los años ochenta o noventa podía pasearse por el mundo como si hubiese nacido sin pecado original. Para que pueda entenderlo cualquier milenial, aquello era como nacer con el QR de la pauta completa marcado en la piel. Los dependientes de comercio admitían con una sonrisa indulgente que no fueras capaz de facilitarles el cambio prestándoles a mayores una moneda suelta al pagar con un billete grande. Si eras de letras nadie pretendía que entendieras el prorrateo de las pagas extra, ni la intolerable subida de dos décimas en los complementos salariales antes de la retención. Si eras de letras nadie te obligaba a calcular mentalmente los pagos a escote de la gasolina en un viaje compartido; ante un ordenador personal, ningún vendedor esperaría que vieras algo más que una carísima y práctica máquina de escribir. Si eras de letras estabas exento de todo cálculo, como los alérgicos del servicio militar obligatorio.
Ser, o no ser, de letras era una cuestión que se decidía temprano; una suerte de bifurcación trascendental en los primeros capítulos de la vida. A los quince o dieciséis años uno se veía en la tesitura de optar por la Física o el Griego, por el Latín o las Matemáticas, y vivir comenzaba a parecerse a renunciar y a decidir; a definirse, que no es sino marcarse límites a uno mismo. En cualquier caso, ser de letras era una actitud ante la vida. Solo extrañas e intangibles cavilaciones podían inquietar a alguien sumido en esa ensoñación parnasiana, en ese laberinto de citas, mitos y caracteres que pretendía explicar al cobijo irrenunciable de la estética cuantos detalles guardasen relación con el factor humano. Pero eso fue antes de que irrumpiera la inteligencia artificial y el trapicheo constante de información y datos; antes de que al latín, al griego y a la filosofía les dieran matarile en la primera de nuestras bifurcaciones vitales. Ahora, ser de letras no es una opción y pretenderlo acaso pudiera considerarse en algunos ámbitos una discapacidad.
Ni siquiera las letras son lo que fueron. Miles de personas juegan a diario al 'Wordle', un ejercicio mental inofensivo, una suerte de adivinanza benigna que, sin embargo, se resume en un prontuario estadístico de colores que solo comparte un resultado contable —a la segunda, o a la quinta, de seis—, nunca la palabra adivinada, ni cuantas se hayan visto relacionadas en su busca. La palabra ya no importa, ni las que sobrevolaron en su compañía por la mente, con más o menos letras, con más o menos enjundia.
'Wordle' es un juego de palabras para un mundo cuya gente de letras está en peligro de extinción, perdida y confusa, inútil con los versos libertarios de Espronceda en la punta de su lengua, con los cobros morbosos de Romanones en un rincón de la memoria; gente incapaz de comprender por qué es mejor ser vigésimo quinto de cincuenta y no séptimo de diez; que jamás comprenderá –comprenderemos– cómo y por qué es estadística y socialmente tolerable que mueran cuarenta y cuatro personas de covid en Castilla y León durante el último fin de semana y la cifra se digiera colectivamente como si se tratara de un resultado anodino en el 'Wordle'. Pero qué sabremos los de letras.
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