Secciones
Servicios
Destacamos
Era oficinista, dijo, lo que es como no decir nada, un ni sí ni no que igual te vale para camuflar que eres secretario de Estado en visita de incógnito que para adornar con ínfulas un trabajo insulso enterrado en pedeefes y documentos de word. ... Que se había escapado el viernes con tiempo suficiente, añadía, lo que te daba la pista, junto al todoterreno urbanita y los pantalones de miliciano orondo, de que trabajaba en Madrid, ponle tres horas de viaje si no coincides con el resto de madrileños en fuga de cada fin de semana.
Estaba tan contento porque esta vez había habido suerte. Un patapúm y el ciervo, con la cornamenta algo tocada «por alguna pelea con otro macho, pero nada que no se pueda reparar en el taxidermista», había dejado de berrear de golpe. La llamada al amor salvaje había devenido en llamada a la muerte. Demasiado fácil hasta para un oficinista de Madrid.
Que en esa zona se caza. Mucho jabalí, mucho corzo, algún ciervo. Solo que ahora, en este otoño aún renegrido por los incendios, con una procesión continua de camiones cargados con madera quemada, cualquier atisbo de vida se celebra: el verdín que empieza a alfombrar el suelo, la vid que rebrotó, el árbol que aún respira.
O ese ciervo que, apenas a unas decenas de metros de las últimas casas del pueblo, berreaba desesperado y poderoso los últimos días. Ese que la última noche, inesperadamente, calló. El de la cornamenta tocada. El que servirá para adornar el saloncito de un oficinista que el domingo por la noche volvía a casa atascado entre el tráfico pero feliz por haber matado, sin saberlo, un trocito de esperanza de quien tiene el negro ceniza aferrado al paisaje junto a la puerta de casa.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.