En el barrio donde me nacieron y criaron no se hablaba nunca de violencia de género, y estoy casi seguro de que ningún vecino conocía el significado y alcance de dicha frase. De vez en cuando se comentaba una agresión del marido a su ... mujer, sin que nadie lo criticara porque se daba por hecho que era lo «normal». Pero no solo éramos nosotros, los chavales que esperábamos asustados la llegada del progenitor a altas horas de la madrugada, los únicos que no entendíamos aquella barbaridad. Igual exagero, pero creo que casi todos tenían asumido el maltrato: desde los magistrados que rara vez juzgaban al verdugo, a los policías que recibían las denuncias, pasando por los curas del colegio que culpabilizaban a las agredidas por «no entender» al abnegado esposo «reventado a trabajar». Y conste que si entrecomillo algunas expresiones es porque son textuales.
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En aquel tiempo tan oscuro si alguien me hubiera dicho que un día estaría mal visto maltratar a la pareja dentro o fuera de casa, no lo habría creído. Y menos aún que se firmaran convenios para que la Policía proteja a las víctimas, que el delegado del Gobierno anime a denunciar a los agresores o que la Diputación guarde un minuto de silencio con motivo del Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra la Mujer.
Chulos, macarras y homicidas seguirá habiendo, pero es obligación de todos nosotros ponérselo cada vez más difícil.
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