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Hace medio siglo, con el Pucela en Primera División, era frecuente que los visitantes madrileños (los futboleros de esa categoría más cercanos) arramplaran con las existencias de las tahonas cada vez que su equipo nos visitaba porque el pan de Valladolid tenía fama de ... estar entre los mejores de España.
A los chavales de mi barrio nos sorprendía ese afán de los hinchas por volver a casa cargados de hogazas y lechuguinos, productos que para nosotros eran de lo más normal.
Dudo mucho que hoy los visitantes recorran la ciudad buscando riches autóctonos o panes de cuatro canteros porque es difícil encontrar alguno de esos productos genuinamente vallisoletanos del que podamos presumir. Servidor, sin ir más lejos, consume barras recién descongeladas o unas rodajas de pan con nombre inglés que aseguran llevar masa madre, avena, semillas de linaza y trigo de espelta, entre otras delicatesen.
Aunque es posible que el hambre de entonces hiciera parecer bueno cualquier producto que pudiera comerse, lo cierto es que a día de hoy si un forastero me preguntase por un horno panadero de calidad no sabría cuál recomendarle porque, sinceramente, no conozco ninguno.
Puede que quede algún maestro artesano en la provincia, y agradecería cualquier sugerencia de tahona donde cada día fabriquen un pan del que, además de fardar, podamos masticar sin que parezca chicle media hora después de haberlo comprado.
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