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El nacionalismo independentista, ese que hasta hace no tanto costaba vidas humanas en España y que a día de hoy aún representa quebraderos de cabeza ... en forma de pulsos al Gobierno que se resuelven con chantajes, pierde fuelle a pasos agigantados. Esta semana se han hecho públicos los datos que confirman que el apoyo a la independencia se vacía de adeptos en Cataluña y en el País Vasco.
En el caso catalán, el nacionalismo se encuentra en mínimos históricos. Según el último barómetro del CEO (el CIS catalán), el 40% de la población catalana está a favor de la independencia en estos momentos, frente al 54% que se posiciona en contra.
En el caso de Euskadi, el rechazo alcanza un récord histórico, el 43%, según la encuesta del Gobierno de Pradales. Solo un 19% de la población se considera «solo vasca», lo que dificulta hacer una fotografía de la sociedad vasca, pues al mismo tiempo que PNV y EH Bildu se reparten el 72% de los escaños del Parlamento de Vitoria, la cifra de ciudadanos que rechaza la independencia alcanza el nivel más alto desde 1998, cuando la polarización era máxima.
El nacionalismo nacido en el siglo XIX como cemento para armar el estado moderno sobre las bases de la soberanía nacional frente a los orígenes divinos de las monarquías pretéritas entrega la cuchara por su incongruencia en la era de la aldea global y de los acuerdos supranacionales. En los tiempos en los que los sistemas democráticos imponen el principio de que nadie es, o debería ser, más que nadie, sin diferencias en vertical ni en horizontal, el Estado de las libertades como vacuna ante la amenaza viral del rupturismo. Una amenaza residual ya en casi la totalidad de los países de Occidente, por mucho que Puigdemont pretenda otra cosa, aunque en realidad solo se aferre al nacionalismo como disfraz para no verse fuera del tablero de los juegos del poder.
Y en los casos en los que la democracia no logra por sí sola desactivar la amenaza nacionalista acude en su ayuda el dinero, como sabe Puigdemont y antes que él Pujol, Carod Rovira y otras figuras preeminentes del nacionalismo catalán, en sus versiones más pragmáticas o más disruptivas.
Como demuestra haber aprendido también el golfista donostiarra Adrian Otaegui, que ha anunciado que competirá por los Emiratos Árabes Unidos (EAU), donde reside desde hace trece años: «Es mi hogar y quiero traer una medalla olímpica para este país. Estoy muy emocionado de ayudar al desarrollo del golf en los EAU y ayudar a la Federación de Golf de los Emiratos a crear un programa de élite para futuros campeones», defiende Otaegui con unos argumentos en los que no aparece de forma explícita referencia alguna al vil metal. Ni falta que hace.
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