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La palabra chantaje es fea, suena mal y atemoriza a quien lo sufre, pero a veces es necesaria para poder entenderse. El chantaje se da bastante en actividades delictivas y lo que es más desagradable es que se haya convertido también en un instrumento de ... presión política. La actividad política, tan necesaria siempre y tan digna en el pasado, actualmente no para de degradarse hasta incurrir con lamentable frecuencia a diferentes maneras de chantajear.
Hay ejemplos casi cotidianos y estos últimos días asemeja al chantaje el ultimátum que ERC de Cataluña ha presentado al Gobierno de coalición para cumplir su promesa de aprobar los presupuestos para el 2022. Entendíamos que ese asunto ya estaba pactado, y no gratuitamente, pero ahora surge uno de los comprometidos, aprovechando que su voto puede frustrar todo lo adelantado con nuevas exigencias.
Parece lamentable, pero solo es un reflejo de la escasa racionalidad con que funciona la democracia en España. Al socaire de la Ley D'Hondt –de la que ya nadie habla y quizás no estaría mal reconsiderarla en el fondo– y la apresurada descentralización han surgido una pléyade de partidos, legales y legítimos por supuesto, creados no tanto por ideología como de intereses concretos que chocan con los generales.
Los partidos regionales, y no necesariamente sólo los independentistas, funcionan con el objetivo de conseguir mejoras para los suyos lo cual en muchos casos se convierte en quitárselas a los demás. La realidad es que entre unos y otros, cada cual con sus resortes, sean partidos o autonomías tirando solo para lo suyo, están desvirtuando el concepto de unidad nacional y olvidando la solidaridad.
Habrá quien considera que la multipluralidad de partidos mejora la democracia y en los países donde se produce se sabe que no es así, por ejemplo en Israel. Puede satisfacer las ansias de contar con lo más próximo, pero genera muchos problemas a la hora de configurar mayorías y lograr acuerdos parlamentarios sobre los asuntos y problemas clave. Bien es verdad que no es culpa solo de los minipartidos que intentan sacar alguna tajada.
Buena parte de la culpa es también de los grandes, el PSOE y el PP, predestinados a alternarse en el Gobierno negándose a compartir tantos intereses como les son comunes. No solo son incapaces de pactar cuestiones clave para la buena convivencia y el buen funcionamiento de las instituciones, tampoco se comportan de manera pragmática contra el peligro de que algunas veces los pactos degeneren en desequilibrios regionales y trato diferente entre unos españoles y otros.
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