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La luz, macilenta y temblorosa, de las farolas, le otorga un misterio tan desconocido como familiar al paseo que, calle arriba, me lleva hasta el castillo. En Cuéllar, recuerdo que así lo nombraba mi abuelo Ricardo, se le conoce también como palacio, pues no es ... solo un conjunto amurallado con la clásica torre del homenaje. Con él fue, precisamente, cuando transité por primera vez por este camino. Entonces todavía ejercía como maestro en las escuelas de La Villa. Ajustada su enseñanza a los cánones de aquella época, en la que el rigor y el respecto presidían las relaciones entre quienes ofrecían su conocimiento y quienes debían hacerlo suyo.
Era, habitualmente, en Navidad cuando pasaba unos días en Cuéllar. Las calles heladas, pistas de patinaje no homologadas, y un inconfundible calor familiar. La mirada de unos ojos infantiles, la emoción del encuentro con abuelos, tíos, primos… Aquel belén diminuto, y aquellos bollos que iba, en dosis poco llamativas, hurtando. El secreto estaba en abrir y cerrar la puerta del armario cuando un ruido mayor camuflaba el ligero graznido de las bisagras. Aunque, recuerdo, el verdadero botín eran los botes de leche condensada. Los guardaba mi abuela Rufina, así se llamaba, con ese contundente nombre, en la panera. El acceso requería el previo hurto de la llave, lo que exigía mayor destreza y riesgo al plan.
De todo aquello, pienso mientras atravieso el arco de San Martín, apenas queda el escenario. Y, también, un recuerdo que, por igual, ensancha y comprime el alma, como un acordeón de emociones aún por destilar hasta el extremo su líquida nostalgia.
He salido a pasear después de poner las figuras del belén. Un hábito que es rito. Y quizá terapia. También una prospección sobre creencias imperecederas. Aprovecho antes de que, quién sabe, ubicar a San José, la Virgen María, el niño Jesús, al buey y a la mula, todos reunidos, en un espacio de dudosa calificación urbanística, pueda suponer la comisión de algún tipo de delito.
Una iconografía que va más allá del símbolo, y que despliega su mensaje hacia una manera de comprender (hasta donde se pueda, ojo) el sentido de la existencia. No con carácter excluyente, todo lo contrario. Como una Notre Dame de humana sillería, que cada año hubiera de rehabilitarse para consolidar su sentido, luminosa en su intención, con sus inevitables claroscuros cotidianos.
La imponente silueta del castillo-palacio se yergue frente a mí. Ahí sigue, impertérrito, ajeno al paso efímero de las ideologías y sus sicarios. Enhiesta edificación que muestra orgullosa su historia y su legado. Una referencia inevitable. Un refugio y un estímulo para seguir construyendo los días con la honesta inquietud de ser mejores. Con el paso sereno y despreocupado con el que, aquella primera vez, recorrí estas mismas calles.
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