No tengo un interés especial en conocer la causa directa y eficiente de la muerte de una vallisoletana en Tailandia. Una jovencísima turista de 22 años. Sé, he leído, que la mató un elefante. Y que fue durante una actividad promovida para el ocio ... de los viajeros: bañar a estos enormes paquidermos. Me viene a la mente, sin que encuentre una conexión lógica, el título de aquel libro, tan simbólico, que escribió Saramago, El viaje del elefante. Ahora, la tragedia no es literatura ni metáfora. Un final fatal no del todo inhabitual en las relaciones con los turistas de estos enormes mamíferos.
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Cada vez más los animales están sometidos al manoseo más impúdico. Desde el legislativo, bajo la excusa buenista y excéntrica de su protección, sin olvidar la perspectiva emocional del uso de mascotas como terapia o fármacos cuadrúpedos. Salvo los veterinarios, nadie gana. Y, desde luego, los que más pierden son los propios animales. Resultaría interesante aquí un relato de los animalistas, sobre todo de los de la bancada del psicotrópico antiespecismo, sobre qué les parece a los propios interesados que se les prive de su capacidad reproductiva, de sus instintos, de sus uñas (¡oh, no, el sofá era de polipiel auténtica!), en definitiva que se les ampute su propia naturaleza animal y, en algunos casos, salvaje.
En el caso de un elefante, incluso de los más domesticados, la única posibilidad de lograr un riesgo cero sería privarles de sus extremidades –pues te pueden matar de un pisotón, incluso involuntario–, de sus colmillos, de… De su propio ser físico. Estas noticias, como la de la muerte de Blanca, tan impactantes, potenciado el eco por la juventud y el exotismo del destino, dicen más que un dolor, mucho más.
El mejor regalo que la sociedad, y cada individuo, puede ofrecer al medio ambiente es no impedir que cada elemento que lo conforma sea respetado. Ese respeto, que no es sino la consecuencia de reconocer su propia dignidad. Este es, precisamente, uno de los elementos netamente diferenciadores del mascotismo y algunas de sus variantes turístico comerciales respecto de la tauromaquia. Conservar el hábitat –más puro y sostenible imposible– del toro, y permitir que su indómito, y peligroso, carácter se despliegue hasta el final de su existencia.
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No hay mejor certificado de defunción en vida de un animal que constatar su total e irreversible pérdida de peligrosidad. Si el animal es enorme y su carácter salvaje aún no ha sido depurado de su genética el riesgo está, sin duda, latente. La humana empatía ante una tragedia no debe impedir una visión nítida, honesta y valiente en nuestra relación con la naturaleza, cuya amabilidad no aparece en su certificado de garantía.
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