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Si he de encontrar alguna predisposición a mi taurofilia, resulta indubitado que el mapa que debe permitirme descubrir la causa primigenia, la primera llama que provocó aquel incendio infantil nunca sofocado, se encuentra en la villa segoviana de Cuéllar. Cuya sangre, por vía materna, circula ... por mis venas como un torrente de astas, una estampida emocional incontenible. Una semana, una, falta para el primer encierro de este 2024, más de quinientos años después de aquellos de los que se tiene la primera noticia, según se colige del texto de la Ordenanzas de la Comunidad de Villa y Tierra de Cuéllar de 1499, en la copia hallada en Santibáñez de Valcorba.

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Y son encierros, siguen siéndolo, porque los toros llegan desde el campo, que no es sino la ubicación física y metafísica de la libertad. Luego, con su entrada en las calles de la villa mudéjar, las reses pierden tal condición, y quedan sujetas a las medidas cautelares, que en poco tiempo se convierten en definitivas, del control humano. Las talanqueras (horizontales, diseño que es indicio sólido de que existen mozos que corren delante de las astas, y que el espectador sabe que lo es, y solo eso es) suponen ya un acotamiento que derriba el paisaje y el ansia de horizonte infinito propio del toro de lidia. Por eso, encerrar toros no es una mera carrera de bóvidos (casi bólidos…) por las calles. Esas olimpiadas en masa, patrocinadas en su mentalidad por las agujas del reloj.

Mi niñez fue una itinerancia penitencial, desde la Zaragoza natal hasta la adoptiva Valladolid. Aquí me planté con 13 años. Entre medias cabe situar en el mapa Almería, Basauri, Huesca, Tarragona y Gerona. Una cita anual me permitía establecer un nexo común entre tanta trashumancia funcionarial de mi padre. Cuéllar, en Navidades y en verano. Último domingo de agosto.

Y aquellos ojos infantiles, cada vez que abandonaban a primera hora de la mañana la casa de mis abuelos, Ricardo y Rufina, descubrieron la majestuosidad del toro, su misterio, el miedo de las cornadas presenciadas a escasos metros, y la estampa de un animal digno y gallardo. Y la secreta y sana envidia, superada años después con la experiencia propia y orgullosa, de aquellos mozos que templaban embestidas delante de los pitones en la calle de Las Parras, en cuesta y sin el refugio de talanqueras.

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El tiempo, y cada cual, va complicando la vida y los acontecimientos. Querencias de entonces, como era la de saltarme a los corrales de la plaza de toros, incluso en invierno, para recorrer ese laberinto de pasillos y puertas, en busca del Minotauro. Una premonición sobre los vericuetos existenciales.

Una semana para escuchar los sones de la dulzaina, para sentir que los toros, que así se llama en Cuéllar a sus fiestas, ya están aquí. ¡A por ellos!

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