El verano siempre es época propicia para darse un garbeo y tomar las de Villadiego. El calor aprieta, las nubes se fugan del cielo y, con permiso del río Pisuerga, se añora el mar que nunca tuvimos. Pero la incertidumbre con la ola de contagios ... y los números rojos invita a descubrir las virtudes del exilio doméstico y el viaje interior. Ya decía Proust que el auténtico viaje no consiste en ir a nuevos sitios, sino en tener otros ojos.
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No estamos para dispendios en rutas exóticas, nada de zascandilear de la Ceca a la Meca o encasquetarnos el salacot de explorador, es hora de ponerse el pañuelo de cuatro nudos y quedarse en casa con las sillas a la fresca. Y como nosotros carecemos de amigos desprendidos y desinteresados que nos fleten un yate con bogavante por Ibiza y Formentera, nos resignaremos a navegar sin rumbo por esas tabernas castellanas de tinto y boquerón, que aquí rompen olas de cultura milenaria, espumas del pasado y versos de arte mayor.
Sin ir más lejos, podemos colocarnos el bordón y la esclavina y, de oca a oca, emprender peregrinación a Compostela. Un emocionante camino donde lo importante es el trayecto, no el destino.
Así que hasta que llegue el ansiado maná europeo, es hora de arrimar el hombro y levantar la maltrecha economía nacional. Pasó a la historia aquel cartel que jalonaba el cristal comercial en los meses de estío: «cerrado por vacaciones». Ahora el cerrojo tiene otra clave y el rótulo en la puerta, un aire de esquela, ay.
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