Hace 800 años, el 20 de julio de 1221, se ponía la primera piedra de la catedral de Burgos. Para los que nos criamos en su entorno, simplemente, la catedral. No había otra. El aroma del incienso en las liturgias solemnes, la turbadora sonoridad del ... órgano en las misas dominicales, el frío de sus naves en verano. Las campanas de gloria en Pascua. El nogal pulido de la sillería frente al altar mayor. Las escaleras para subir la loma donde los arquitectos pusieron los planos de la basílica como una primera penitencia antes de llegar a sus puertas. Sus puertas. He recorrido por dentro y por fuera cientos de veces la catedral y confieso que lo que menos llamó mi atención nunca fueron las puertas de madera, tan anodinas, en contraste con el barroquismo a veces más gótico, a veces más flamígero, de un templo estilizado hasta el infinito. Pues ahora, empañando levemente el octavo centenario, son precisamente las puertas el centro del debate que gira desde hace meses entorno al proyecto encargado a Antonio López: la manufactura de tres puertas en bronce para las entradas del Perdón, Sarmental y Pellejería.
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El proyecto del artista manchego, original, rupturista, discordante, ha desatado la polémica en la que hasta ha tomado parte la UNESCO advirtiendo una posible retirada de la catedral de la lista de Patrimonio de la Humanidad. Lo que faltaba. Desde su inicio en el siglo XIII, la de Burgos ha experimentado modificaciones y reformas en los siglos XV, XVI y XVIII tan importantes como el alzado de las dos agujas de la fachada y el cimborrio gótico flamígero. De hecho, la basílica es una suma de estilos que van reflejando la evolución del arte de las catedrales en Europa. La incorporación puntual de elementos contemporáneos a las grandes construcciones clásicas o medievales ha sido una constante en la arquitectura religiosa y civil. En el Louvre, la pirámide de cristal; en Notre Dame, la aguja de Viollet-le-Duc; en Reims, las vidrieras de Chagall. Pero siempre han existido los papistas. Ponen en entredicho un toque contemporáneo a un templo milenario. Aunque cualquier obra, desde la reparación de la cubierta hasta unas nuevas puertas de madera, siempre sería un añadido moderno. Intentar construir unas puertas imaginando lo que hubieran hecho los artistas del medievo, eso sí sería una falsificación. Un artificio, una impostura. Las puertas de Antonio López son genuinas, originales, artesanas. Qué mejor aportación a la obra de decenas de escultores, arquitectos, canteros, ycarpinteros que levantaron la catedral («Saetas al azul que en recto vuelo se elevan con su gótica armonía», Federico Salvador Puy) que sumar el talento de uno de nuestros mejores artesanos del siglo.
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