![Cataluña detrás del fuego](https://s2.ppllstatics.com/elnortedecastilla/www/multimedia/201910/24/media/cortadas/barcelona-kf5D-U90488047902h8D-624x385@El%20Norte.jpg)
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Las imágenes que han emitido estos días las cadenas de televisión de todo el mundo con Cataluña como protagonista recordaban otros tiempos y otros lugares. Fuego en las calles, gente corriendo, activistas encapuchados, violencia, caos, miedo... Temor a un devenir de acontecimientos que pueden desembocar ... en cualquier drama cuando se van de las manos. Ocurre, empero, que jamás estuvieron bajo el control de nadie, porque el máximo representante del Estado en esa comunidad, Joaquim Torra, eligió ser antes pirómano que bombero y, en consecuencia, ha formado parte del problema en lugar de militar, como es su obligación, en el bando de las soluciones.
Se invoca el diálogo quemando vehículos, arrasando mobiliario urbano, sembrando el odio en forma de ataques físicos y verbales a ciudadanos discrepantes y periodistas que cuentan la verdad que a ellos les incomoda. Tal es su peculiar concepto de la democracia. Quienes no creen en las libertades, comenzando por la de expresión y siguiendo por la de circulación, no están capacitados para defenderlas. Todo es una colosal estafa, una ensoñación en la que creen aquellos que buscan desesperadamente una razón, por artificiosa que sea, para perpetrar sus salvajadas ante las cámaras.
En algún momento, el Gobierno de Pedro Sánchez ha parecido invocar el espíritu de aquella frase proverbial de los hermanos Marx: «La situación es desesperada, pero no grave». Y sí, es grave, lo es en toda su amplia dimensión. Ante la sucesión de imágenes vomitadas cada noche por las televisiones mostrando diversos ángulos de la violencia como forma de protesta ante una decisión de la justicia, la inacción deja de ser una opción. Es cierto que la convocatoria electoral del 10 de noviembre actúa como un elemento clave en toda la política de decisiones que se toman desde el poder, pero no hay otra alternativa que garantizar el orden publico y los derechos de los ciudadanos, que no pueden ser secuestrados por grupos organizados, por muy reducidos que sean, emboscados tras capuchas y pañuelos.
Se dijo –otra estafa– que el independentismo propugnaba «la revolución de las sonrisas». Un sarcasmo más que añadir a la larga lista de infamias que hemos presenciado estos días. Las sonrisas han devenido en cócteles Molotov, incendios intencionados, riesgo para las personas, vandalismo en autopistas y aeropuertos, una huelga general ilegal y toda suerte de actos que sonrojan a cualquier conciencia democrática. Esto es lo que hay, una campaña perfectamente orquestada que busca medidas contundentes que exhibir a modo de martirologio, y en la que no se descarta nada, tampoco una víctima que les dote de la razón que carecen.
En el año 1982, Lluis Llach era un cantautor, un creador, con sensibilidad que despachó algunas de las más bellas canciones surgidas del movimiento de la Nova Canço. Luego, trasmutó en alguien capaz de afirmar que resultaba necesario «que mucha gente sufriera para alcanzar el objetivo de la secesión». Este profeta del sufrimiento había escrito ese año un tema que dio título a su disco 'I amb el sonriure la revolta' ('Y con la sonrisa, la revuelta'), un enunciado que se anticipó a lo que después sería el espíritu de los 'indepes'. Existe revuelta, pero no hay sonrisas, porque se utilizan hachas, motosierras, adoquines, bolas de acero, picos, palas, bombonas... Lo que queda es tristeza, desaliento, y lástima al comprobar en qué ha deparado todo. Un desastre que conculca el concepto de democracia a fuerza de ser violentado una y otra vez. Al parecer, la invocada república independiente de Cataluña era esto.
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