Castilla por adentro, con ojos argentinos
«Castilla es un volver al origen, y ¿por qué se vuelve? Porque en tiempos de dolor uno anhela el refugio del vientre materno»
Diego Chiaramoni
Lunes, 10 de mayo 2021, 07:28
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Diego Chiaramoni
Lunes, 10 de mayo 2021, 07:28
Un patio como tantos en el sur del Gran Buenos Aires, los rosales en hilera y al fondo, un laurel doblado por los años cubriendo una vieja pajarera oxidada. Un banco de piedra y allí sentados los dos, mi bisabuela y yo. Se llamaba Aurora ... Fernández y llevaba, como decía Delibes, el pueblo dibujado en la cara. «Nosotros éramos de Castilla La Vieja» me decía con una voz que temblaba levemente, como sus manos. Me contaba que mi bisabuelo, Manuel Juanes, al verme llegar en brazos de mi madre, se le inundaban de lágrimas sus ojos azules bajo la boina negra y repetía: «¿Quién me viene allí?» y me arropaba contra su pecho, con esas manos grandes que sabían del trabajo silente y bien hecho, de cara a Dios y a los hombres. Mis abuelos nunca me hablaron de la Castilla melancólica y solitaria –como decía Azorín– que lloraba por no poder ver el mar, quizás porque su Castilla tenía otro mar, una mar que se perdía en las extensiones verdes y ocres. Ellos sufrieron el desarraigo y el éxodo y con una niña de brazos y otro hijo en camino tomaron un día el rumbo de esta América. Fueron peregrinos en Cuba, luego en Brasil y llegaron a estas tierras para echar otras raíces. Esta tierra era lo hóspito, el cuenco cálido para el sueño posible. Ellos jamás mezquinaron brazos y en la noria cotidiana de los días vivieron y murieron aquí sin antes poner ese grano de arena para engrandecer esta tierra. Fueron agradecidos en esa gratitud prolija que es memoria del corazón.
Castilla 'La Vieja' nunca murió en mis recuerdos, porque recordar es hacer re-cordis, es decir, volver a pasar las cosas por el corazón. Castilla 'La Vieja' fue trepando por el ramaje de mi sangre y salí tras ella a buscarla por los caminos de las letras y de las visiones interiores. ¿Es posible que una tierra le camine a uno por adentro sin haberla pisado jamás? Soy testigo y por eso hago verbo este pensamiento. Castilla, la olvidada, es el corazón épico de España y con ella sueño. Sueño con los frisos narrativos de Delibes cuando escribía: «un bando de palomas muy nutrido, sobrevolando la última curva de un camino», imagino un puñado de vencejos «chirriando sobre las torres de las iglesias como demonios negros». Sueño con caminar junto al Canal para hallar los secretos de la ausencia junto a sus aguas. La ausencia, es un fenómeno que solo cobra sentido en orden a la presencia de lo sido, es el rumor de la silla vacía o de la ruina arquitectónica que hoy pierde su pulseada con la naturaleza, porque la ausencia atrae por lo que tuvo de habitado. Nadie se demora frente a un vacío anónimo y por ello es injusto hablar de una España vacía, sería mejor pensar en una España vaciada. Sueño ser minero de las palabras de Julio Llamazares cuando escribió: «un inmenso silencio llenaba todo el pueblo, introducía su lengua sucia en la penumbra de las casas la herrumbre del olvido y el polvo amontonado por los años». La imaginación es memoria fermentada y también es una lluvia amarilla. Sueño con remojar mis labios con un verdejo castellano, un verdejo recio, con regusto a uvas fermentadas con el polvo del camino. Sueño con fotografiar el último vuelo de una bandada de patos con la postrera luz de la tarde besando el Pisuerga. Sueño con las cicatrices de los muros y el oído atento ante el idioma bien hablado, con esos giros que la lengua pierde con el tiempo y no siempre bajo razón evolutiva. Sueño, porque no puedo renunciar a las pasiones que de niño acuné, con entonar a capela ese «luchando en buena lid» que brota en las gargantas del pueblo pucelano. Sí, se puede ver con los ojos del alma. Castilla me camina por adentro por esos mistéricos dictados de la sangre. Castilla es un volver al origen, y ¿por qué se vuelve? Porque en tiempos de dolor uno anhela el refugio del vientre materno. Cuando cumpla ese sueño, que será entonces como una anamnesis platónica, una confirmación de lo visto en los paisajes del alma, le contaré a mis abuelos que era verdad aquello de Don Miguel: «Después de todo, el pueblo permanece y algo queda de uno agarrado a los cuetos, los chopos y los abrojos». Les diré que vengo a reivindicar el ciclo de la vida, porque el verdadero progreso es crecer sin olvidar la casa materna.
Así sea.
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