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Ayer, por fin, tuve buenas noticias. Hasta entonces sólo oía hablar de guerra, pandemia, crisis y alerta climática, pero la lectura de una inesperada declaración ... me ha devuelto la esperanza. Llega del Vaticano, y su portavoz es el propio Papa. ¿En qué consistía la buena nueva? En una invitación dirigida a los jóvenes para que coman menos carne y preserven el medio ambiente con su dieta. El ruego me alcanzó de lleno, aunque enseguida me despertó alguna duda ética, pues la petición se ahorraba confesar que hay millones de personas que ni la prueban. Quizá hubiera sido más oportuno y cristiano añadir que se repartiera mejor, que se comiera poca carne pero que todos tuvieran su porción. Ahora bien, andar con estos tiquismiquis sobre una declaración sensata, viniendo además de quien viene, es propio de gente amargada y yo no quiero sentirme así ni causar esa impresión.
Sin embargo, el ruego papal no me reconfortó por su preocupación hacia la naturaleza, sino porque me recordó una experiencia antigua con la que introducía profundas diferencias. Durante mi último año en el colegio, los curas nos condujeron a unos ejercicios espirituales de varios días en Villagarcía de Campos, donde en la última sesión, sin más luz que unas parpadeantes bujías, el padre director nos dirigió una advertencia patética que aún retumba en mi interior: «¡Carne con carne, qué asco!». Lógicamente, no se dirigía a la carne de comer sino a la carne pecaminosa de tocar y disfrutar. O de comer también, pero de otro modo más sensual –tampoco le quiero dar muchas vueltas a esta aclaración estúpida–.
Han pasado algo más de cincuenta años entre ambas experiencias y veo claro el progreso moral que las separa. La carne ya no es lo que era. La carne en aquellos años aún era heredera directa de los primeros siglos cristianos, cuando la austeridad y la castidad fueron imponiendo su cómica virtud. Ahora, en cambio, han sido tantos los presbíteros que han pecado contra el sexto mandamiento, que no ha quedado más remedio que relativizar sus exigencias y excusar al pecador. El mandato de no cometer actos impuros ya no se refiere al sexo sino a la ética sostenible y ecológica. El sexo nunca es impuro cuando hay libre consentimiento. Es limpio, aunque se trate de clérigos con votos de castidad. Sucia es la atmósfera de las ciudades modernas.
Corren buenos tiempos para la Iglesia, al menos si acepta de buen grado, como ha hecho ahora, la influencia moral de la sociedad, y no cae en la soberbia de tratar de imponer su moral a los demás. Buena prueba del progreso es que el Papa se dirija a los jóvenes y que, de repente, como si fuera un comentario espontáneo y no un dictamen cargado de historia, les hable de la carne de la mesa, que es el primer paso para que pronto les hable con simpatía de esa otra carne que se entrega al amor, al deleite y a la sana tristeza.
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