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Un sábado más, jornada de irreflexión. Pero que nadie se relaje, que enseguida vienen más. Al menos esta vez el trago de la duda en Barcelona se pasará mejor con el consuelo de pasar una noche en Malmö, entre el boicot a Israel y la ... horterada supina del zorreo español: desde el 'Vivo cantando' de Salomé, ninguna otra canción había representado con mayor musicalidad lo que hemos sido, lo que somos y lo que queremos ser. «Cuando consigo lo que quiero (¡zorra! ¡zorra!) jamás es porque lo merezco (¡zorra, zorra!)». Si no ganamos, es porque la vicepresidenta Montero no se desplazará a Suecia para presidir la delegación española.
Un sábado más con las habas contadas, aunque con la fórmula concreta de gobierno todavía por resolver. Illa o Illa, dicen las encuestas. El candidato más triste del universo. El cancerbero oscuro de la pandemia. El sieso a cuyo servicio Sánchez desplegó (mañana veremos el resultado) todas sus artes escénicas, en el más bochornoso ejemplo de un gobernante del que no había noticia… por lo menos desde los tiempos de Salomé. La gracia, en todo caso, de saber si Illa gobernará con uno de los dos separatistas, asesinando al que quede fuera de la ecuación. O de si al final serán los separatistas los que reediten su fracaso, asesinándose entre ellos en cuanto formen gobierno. Que no parece.
Salvo éxito rotundo o calamidad absoluta en Eurovisión, no se esperan grandes cambios de rumbo para el domingo. Al contrario que en el País Vasco, donde ETA se coló de rondón en las últimas horas de la campaña, en Cataluña la amnistía ha conseguido pasar de puntillas los quince días de propaganda electoral. Por lo que sabemos hasta la fecha, según están las relaciones entre el Gobierno y la judicatura, lo más estimulante que traerá la amnistía será la detención de Puigdemont en cuanto ponga pie en su país. Caso de que lo haga, porque parece tan cómodo en Waterloo, con sus mossos voluntarios, que hasta le ha dado pereza participar en los debates preelectorales vía online. Eso que hemos ganado todos.
Eso sí, antes de que alguno se saque otras elecciones de la manga, y que dejemos por un momento de reflexionar para ver en qué termina por fin el acoso y derribo del presidente, todavía habrá que esperar una cita electoral más: las europeas. Las que nos darán, ésas sí, una fotografía real de la distancia que separa a los dos grandes partidos españoles. Y de la vida real que les queda, una vez muerto Ciudadanos, a los satélites.
Mientras esto sucede, y por más que Sánchez siga apurando un tiempo que cada día le estrangula un poco más, entre medias hay cosas que no se detienen. Ni aunque el Gobierno lo intente. Que en medio de esta crisis política el BBVA engulla (o trate de engullir) al Sabadell es todo un poema de lo diferentes que son las cosas hoy entre las dos regiones más favorecidas, desde los tiempos de Felipe V, por todos los gobiernos que en España han sido. Parece ser que esa vela desplegada que representa el edificio del banco vasco sobre el skyline de Madrid sigue su singladura sin inmutarse, afanada por ganar esta batalla financiera en la que los bancos catalanes han tenido y tienen todavía tanto que perder, fundamentalmente en su propio territorio. Precisamente por la deriva que la política ha llevado en estos últimos años a Barcelona, fundamentalmente desde que Artur Mas se volvió loco y terminó por volver locos también a todos los que le rodeaban. Ahí están las crónicas. Opa, como todo lo que se viene haciendo de ordinario en los gobiernos de Cataluña. Y hostil, como acaba siendo todo lo que toca el inquilino de la Moncloa. Menos mal que nos quedan las zorras de Eurovisión.
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