El progreso no sirve «si éste ha de traducirse inexorablemente en un aumento de la incomunicación y la violencia, de la autocracia y la desconfianza, de la injusticia y la prostitución del medio natural, de la explotación del hombre por el hombre y del dinero ... como único valor». Lo podría haber pensado cualquiera, atrapado estos días en el interior de su vehículo, a causa de las protestas de los agricultores. Pero lo pensó y lo dijo Miguel Delibes, hace medio siglo.
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Concluye una semana que hemos vivido peligrosamente en las ciudades, pendientes de esas monumentales esculturas de caucho que son las ruedas de los tractores, que nos recuerdan lo lejos que el asfalto nos puede llegar a mantener de la tierra. Tractoradas que arrancaron en enero en Alemania, por la falta de subvención al gasóleo, y que se han extendido por toda Europa, encontrándose en cada país con la horma del zapato nacional. En el caso de España, un repertorio de reivindicaciones, que van desde las dificultades para adaptarse a la burocracia hasta la ineficacia de la aplicación de la ley de la cadena alimentaria, pasando por la distribución de la PAC, los precios descontrolados de insumos y combustibles y la competencia desleal por parte de productos de terceros países, que no cumplen la normativa europea para producir, pero sí permitimos que se consuman. Y son más baratos.
Todo ello más la sequía, es decir, el cambio climático. Ese cambio climático que se acelera porque la agricultura no es todo lo verde que exige el plan europeo de transición ecológica. Y esa agricultura que ni puede ni sabe adaptarse a la Europa verde, entre otras cosas porque el cambio climático se lo pone cada día más difícil. La pescadilla que se muerde la cola. Y que tiene, por cierto, las tripas llenas de micro plásticos.
Con toda su incomodidad, en realidad las tractoradas no hacen otra cosa que escenificar la terrible contradicción de la pescadilla del hombre contemporáneo. La necesidad perentoria de salir de la contaminación, la degradación, las bolsas de miseria, la desigualdad y la deshumanización de las grandes ciudades para buscar un reencuentro con el campo y la naturaleza; y al mismo tiempo, la destrucción sistemática del campo, donde las nuevas tecnologías están muy lejos de solucionar los verdaderos problemas de despoblación, aislamiento, fractura social y precariedad laboral en ocasiones extrema. Tan extrema que en algunos casos se parecen a la esclavitud.
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La guerra de Ucrania nos ha enseñado, a fuerza de engrosar cada día un poco más la lista de los pobres, los problemas que puede traer un mal entendido concepto de la globalidad y el libre comercio en cuanto a la energía. Y creemos, diciendo que apostamos por la 'soberanía europea', que estamos libres de ese mal con respecto a la alimentación. Pero la realidad es otra. La realidad es que Europa (y España por ende) piensa con dos cabezas distintas en la transición ecológica y en la transformación agraria. Distintas y, en no pocos casos, discordantes.
Medio siglo antes que Delibes, su tío Santiago Alba y Joaquín Costa reflexionaban en Valladolid sobre la necesidad de colocar la reforma agraria en España como condición sine qua non de cualquier conquista de modernidad. No se hizo entonces ni después. Y sigue sin llevarse a cabo. No sé si las tractoradas servirán para concienciar o para cabrear aún más a un ciudadano de ciudad que no lo tiene ciertamente fácil con su intendencia del día a día. Pero sí debería servir, por lo menos, para que quienes deciden el futuro del campo desde los despachos de las grandes ciudades europeas, piensen un poco más en lo de la pescadilla de la alimentación y el cambio climático. Si hay todavía quien piensa que el progreso es esto, entonces el progreso no sirve, como avisó Delibes.
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