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Dice Cicerón: «Suelo admirar, Catón, el que nunca me diste la sensación de que para ti fuese pesada la vejez, cuando para la mayoría de los ancianos es tan odiosa que dicen soportar una carga más pesada que el Etna». A lo que Catón responde: « ... La culpa no está en la edad sino en las costumbres, pues los ancianos moderados, no exigentes y de buen carácter, pasan una vejez tolerable; en cambio, el fastidio y el mal carácter resultan molestos a cualquier edad». No pensé en Cicerón, lo confieso, pero sí en Marco Porcio Catón, más conocido como Catón el Viejo, cuando vi en televisión las imágenes de la comparecencia de Santiago Abascal y su paladín Ramón Tamames en el Congreso.
Después de la interminable ronda de entrevistas por los medios, parecía que la cosa no daba para más. Pero sí. El discurso del ponente se filtró, y empezó a correr de mano en mano como la falsa moneda. Y se hizo necesario que Catón enumerara, para que no hubiera dudas, los tres principios ideológicos que le facultan para ser el representante y el candidato de Vox en la moción de censura, a saber: «La unidad de España, la monarquía constitucional y la bandera». El resto, un sinfín de discrepancias, desgranadas una tras otra según la habilidad del periodista de turno para sonsacar al filósofo. Al final, solo una cosa parece clara: la moción de censura no se celebrará contra el simpático Sánchez, sino más bien contra el fastidiado Abascal, el de la barba socrática.
«Nada me inspira más veneración que un anciano que sabe cambiar de opinión», decía don Santiago Ramón y Cajal. Pero lo cierto es que lo del cambio de opiniones tiene poco que ver con la edad. Cabría preguntarse, cuando Alfonso Guerra habla de la traición de Pedro Sánchez al socialismo, si lo que ocurre es que Guerra ha cambiado de opinión ahora, por la cosa de la edad, o si es el permanente cambio de opinión del actual presidente y secretario general de su partido el que le empuja a hablar así.
No es de extrañar que su rival, Alberto Núñez Feijoo, prefiera observar antes que hablar. Observar cómo a su izquierda las diversas facciones de la sociedad gubernamental se dedican a tratar de masacrarse las unas a las otras, armadas de populismo hasta los dientes. Y cómo la otra derecha, la que le quitó a su partido tantos centenares de miles de votos en las últimas citas con las urnas, se dispone a hacerse públicamente el harakiri en víspera de las municipales.
En medio de todo este lío, el único que parece estar disfrutando de verdad, sin que todavía se haya levantado el telón de la farsa, es el propio Tamames. No sabemos si no se jubila porque lo ha intentado sin éxito en alguna de esas oficinas de la Seguridad Social donde los robots (eso dice san Joseluis Escrivá) mandan sobre las personas humanas. O si porque verdaderamente se siente como un nuevo Catón el Viejo, al que los senadores de Roma llamaban el Censor, tal era su capacidad de avergonzar señalando con el dedo a los mentirosos y corruptos.
Uno no termina de saber si lo que le sucede a nuestra democracia es que es demasiado joven como para tomársela en serio o que, por el contrario, se ha hecho demasiado vieja sin haber terminado de superar la adolescencia. En todo caso, nada que no se corresponda con un país donde, según el último informe de la Fundación Mutua Madrileña, un cuarenta por ciento de la población sufre algún tipo de patología mental. Y uno de cada tres jóvenes ha pensado alguna vez en suicidarse. Lo malo, como dice Platón, es que lo más terrible de la vejez no es la vejez, sino que «nunca viene sola».
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