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A cinco meses de las elecciones presidenciales estadounidenses, el gallo Trump ha cosechado nada menos que 34 condenas judiciales. Algo que no le impedirá, si gana, volver a instalarse en la Casa Blanca. O, en su defecto, regir los destinos del otrora país más ... poderoso del mundo desde el trullo. Allí es posible algo así. Tan posible como que aquí un prófugo de la justicia pueda aspirar legalmente a la presidencia de una comunidad autónoma. Lo sé, no es fácil de asimilar para todos aquellos que están entre rejas y no son políticos. Ni ricos. En sus memorias, Santiago Carrillo recordaba casi con nostalgia las instalaciones de las cárceles 'políticas' españolas en los momentos anteriores a la guerra incivil, cuando todavía gozaban de todo el confort de la Restauración: gobiernos enteros que entraban o salían de prisión según el resultado de las urnas. Después vino Berlanga con su sátira 'Todos a la cárcel', donde demostró que desde el patio de una prisión se podían dirigir negocios, partidos políticos e incluso países.
El conflicto permanente entre la política y los juicios, las sentencias y las prisiones tienen largo recorrido también en nuestra historia reciente. No un presidente, sino un vicepresidente, Rodrigo Rato, podría dar conferencias sobre ello. También podríamos citar todos en una conversación privada, cuando no nos escuchan terceros, por lo menos dos presidentes de la joven democracia española que no han ido a la cárcel porque consiguieron que otros lo hicieran en su lugar. En nuestros días, más recientes, es evidente que, a pesar de sus comodidades, la cárcel no le ha sentado nada bien a un tipo como Oriol Junqueras. Y ya sabemos lo poco que le gusta a su rival, entonces amigo, Carles Puigdemont, pensar en las rejas de las penitenciarías… una perspectiva que posiblemente se resuelva pronto, una vez aprobada la amnistía, en cuanto el prófugo de Waterloo ponga pie en suelo patrio y tarde minutos en entrar, dulcemente conducido por la mano de un agente de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, en un coche policial, para presentarse ante un juez. Uno que haya encontrado la parte contratante de la segunda parte de la ley que le permita detenerlo y encarcelarlo a pesar de la amnistía. Algo que en todo caso no veremos, cuando menos, hasta que pase el trance de las europeas.
No sé si cárcel, que seguro que no, pero desde luego sí una buena serie de comparecencias, declaraciones y hasta eso que se llamaba antes imputaciones, tiene todavía por delante el entorno de nuestro actual presidente del Gobierno. Llámese caso Koldo o caso Begoña. Una investigación, esta última, que le ha llegado a descomponer de un modo nunca antes visto. Ha aprendido a sudar cuando le preguntan. Y a encajar la mandíbula. Y sin duda se siente mejor jugando a la política exterior que en el Congreso, buscando un protagonismo diplomático que, hasta la fecha, no ha hecho otra cosa que colocar a nuestro país en situaciones más que incómodas.
Con todo este bagaje, en una semana estamos de nuevo en jornada de reflexión. Con dos escenarios posibles tras las urnas. Si Pedro Sánchez se hunde en su propio fango, tendrá lugar una batalla crudísima para tratar de sostener un Gobierno insostenible. Y si consigue engañar todavía a un número suficiente de españoles, posiblemente tengamos elecciones generales. Eso sí, mientras los políticos hacen su trabajo, los tribunales se revuelven en el suyo. Ante el hostigamiento conjunto de los otros dos poderes del Estado, la judicatura ha conseguido hacer de la debilidad su fuerza. O por lo menos su resistencia. O su encastillamiento. Y está dispuesta a dar muchas sorpresas, que ya empiezan por la oposición de los fiscales a la ignominiosa ley de amnistía. Así, entre bancos azules y cárceles de algodón, vamos haciendo la historia.
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