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No hay nada más triste en este mundo, escribió la periodista estadounidense Erma Bombeck, que «despertarse la mañana de Navidad y no ser niño». Les pasa a algunos. A otros no porque, tengan la edad que tengan, cada mañana que se levantan continúan siendo niños, ... pese a las evidencias del espejo. Niños en busca de luz, allí donde se manifieste.
Cada año, alrededor de la noche más larga, surge la misma controversia. Los que piensan que se trata de un momento brillante, suntuoso, plena de calor familiar y buenos sentimientos, y los que creen que la Navidad es lo más parecido a esa pesadilla de muñecos de boca cosida que estrenó por primera vez Tim Burton en 1993, en el Festival de Cine de Nueva York. Y nunca es fácil tomar posición. Si sales a pasear por el centro de la ciudad, es fácil encontrar las tiendas abarrotadas, los bares y los restaurantes llenos, el personal desafiando al frío y mirando embobado las luces, como si de verdad se tratara de un mundo feliz. Por no hablar del frenesí de los centros comerciales (ese otro infierno de nuestra civilización), donde auténticos ríos humanos danzan y se mueven febrilmente al ritmo del dios del consumo. Pero otra cosa sucede cuando tomas las calles adyacentes, y te encuentras con la realidad de lo que las estadísticas dicen que es un aumento del número de personas sin techo. La vergüenza de los días comunes, pero más lacerante cuando la percibimos entre campanillas.
El Gobierno maneja una cifra de alrededor de diez millones de personas que viven cada día en riesgo de pobreza. Pero la cuestión sigue siendo qué podemos considerar realmente por «pobreza». «El rico come y el pobre se alimenta», decía Quevedo. Y si entre el comer o el alimentarse, como entre el vivir y el sobrevivir pudiéramos situar esos límites del ser rico o pobre, la reflexión nos valdría lo mismo para el siglo XVII que en el XXI. Pero luego está la segunda parte: la sensación terrible de que, tengamos lo que tengamos, siempre es menos que lo que tienen los demás. Esos que gastan y se divierten y consumen a ojos vista. La odiosa comparación con el de al lado, de la que ya hablaba Platón: «La pobreza no viene por la disminución de la riqueza, sino por la multiplicación de los deseos». Aquí las estadísticas ya no nos hablan solamente de pobreza, sino de algo quizás más inquietante: la exclusión social.
La última encuesta sobre 'Integración y necesidades sociales' de la Fundación FOESSA, promovida por Cáritas, no nos dice que en España haya o no haya diez millones y medio de personas «en riesgo» de pobreza, pero sí detecta 9,4 millones de ciudadanos (cerca del 20% de la población) «en situación de exclusión social». Véase ingresos inferiores al 60% de la renta media disponible, con privaciones materiales severas y/o que viven en un hogar con la mayor parte de sus miembros en desempleo. Con una coda: 4,3 millones de vecinos inscritos, sí o sí, en lo que llamamos «pobreza severa».
La pobreza es siempre severa. Y suele serlo aún más cuando la comparamos con la riqueza severa, o por lo menos brillante, del que camina a nuestro lado por la calle. Las luces de la fiesta lucen igual para todos. Pero las sombras son diferentes para cada uno. Tal vez lo que de verdad ocurre, cuando alcanzamos un año más los predios de la noche más larga, es que hace ya demasiado tiempo que hemos dejado de mirar las pajas del pesebre del niño Jesús, tan pobre él de solemnidad, y lo hemos cambiado por ese craso papa Noel de los centros y las calles comerciales. La indigencia, que nos integra, frente a la sobreabundancia, que nos excluye.
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