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Era de prever que sucediera, y sucedió. Después de una campaña entera dedicada, en unos casos más que en otros, a tratar de desligar las elecciones en el País Vasco del río de lodo de la política nacional, la negra sombra de ETA se ha ... proyectado al final sobre la cita de mañana con las urnas. Y precisamente por parte de quien debería estar más interesado (o no) en que esto no ocurriera.
Todas las encuestas apuntan a que EH Bildu conseguirá mañana más votos y más escaños que el PNV, con lo cual lo más probable es que esto no suceda, y que, aunque sucediera, al final se reedite la actual fórmula de gobierno PNV-PSE. Lo que no es óbice para tomar en consideración el cuadro que nos ofrece el mapa ideológico de Euskadi, cuando una de sus grandes fuerzas (la primera o la segunda, mañana lo sabremos) se presenta a las urnas, a estas alturas, nada menos que negando que ETA fuera una banda terrorista. Denigrantes las palabras del candidato Pello Otxandiano al hablar de «grupo armado» o «trayectoria de sesenta años» para evitar decir «terrorismo». Y más denigrante aún su presunta manera de pedir perdón por el 'eufemismo', acudiendo al condicional de hacerlo solo «si con esas palabras» pudiera haber herido la sensibilidad de las víctimas.
No cabe mayor cinismo y, sin embargo, no es de extrañar que pasen cosas así. Porque en esto de la memoria histórica, o de la memoria democrática, o simplemente de la memoria, hace tiempo que la razón se nos ha ido de las manos. Antes de que EH Bildu termine de redactar su particular ley del olvido democrático, para poder ganar nuevas cotas de gobierno a costa de la desmemoria de las nuevas generaciones del País Vasco, quizás deberíamos recordar que la última acción terrorista de la banda ETA, antes de su disolución, fue la de la bomba lapa en el coche de los guardias civiles Carlos Sáenz de Tejada y Diego Salvá, el 30 de julio de 2009 en Palma de Mallorca. Es decir, hace 14 años. El último crimen de una organización fascista y totalitaria que, a lo largo efectivamente de una «trayectoria de sesenta años», dejó un reguero con la sangre de 850 víctimas mortales, entre ellos 22 niños. Un espanto que, en aras de la normalización y la concordia, que dicen que reclaman los más jóvenes, hay un cierto interés en olvidar.
En paralelo a este intento de olvido en Euskadi, a lo largo de toda la campaña electoral ha sido noticia, en el resto del país, la pugna entre el Gobierno y diferentes comunidades autónomas precisamente por lo contrario: por el alcance de la memoria. De esa memoria histórica, o democrática, o simplemente memoria, que se remonta no a hace 14 años, sino a 41, que son los que transcurren desde que la actual ley fija oficialmente el final del franquismo: en 1983. 41 años que son en realidad 87, si queremos que la tal memoria extienda su denuncia hasta 1936, en el inicio de la guerra incivil española.
Dicen que la memoria del hombre es selectiva. Y voluble. Que según pasan los años, tendemos a recordar cada día más el pasado lejano, olvidando el más próximo… Puede ser. Por eso, no hay que darle otra explicación a que las mismas palabras concordia y normalización que nos sirven para olvidar lo que sucedió hace 14 años, nos valgan también para recordar lo que pasó hace 41: que nos estamos haciendo viejos. Por no decir que ya estamos muertos. Muertos, quizá, con un único fin: que esos jóvenes que apenas saben quién es Franco, que quizás alguna vez han oído hablar de Henri Parot o ninguna de Serrano Portela, afronten su presente indefensos, confundidos, aturdidos, caprichosamente desmemoriados y reprogramados por sus mayores a conciencia… Qué inmenso despropósito.
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