![Multiculturalidad parlamentaria](https://s3.ppllstatics.com/elnortedecastilla/www/multimedia/2023/09/29/1472065456-k9mE-U210291731085WU-1200x840@El%20Norte.jpg)
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Hace muy poco más de cien años, el 18 de septiembre de 1923, el general Primo de Rivera, constituido en dictador de España, decidió sumar a su orden de disolución de las Cortes un nuevo decreto: la prohibición de hablar en otra lengua que no ... fuera el castellano en todo el territorio nacional. Primo, hasta entonces capitán general de Cataluña, quiso cortar de raíz los sucesos del Once de septiembre, con más de treinta heridos y veinticuatro detenidos por abuchear a la bandera española o gritar consignas como «¡Viva la República del Rif!», «¡Muera el Ejército!» o «¡Muera España».
Cien años después, en el flamante estreno de las Cortes para celebrar la no investidura de Núñez Feijoo tras las elecciones del Veintitrés de junio, conforta saber lo diferente que puede llegar a ser la respuesta, en una época y en otra, a los mismos problemas de entonces. La normalidad con la que los mismos gritos y consignas, o las mismas reclamaciones republicanas (entonces el Rif, ahora Cataluña y País Vasco), se viven no ya desde la calle o los medios de comunicación, sino desde el propio Congreso de los Diputados. La naturalidad con la que en el mismo Parlamento se han escuchado, y se escuchan, las otras lenguas españolas que acompañan al castellano en el reconocimiento constitucional. En todos los formatos posibles: castellano solo; gallego o catalán solo, y euskera ad libitum, es decir, a boleo. Con el atronador silencio que produjo la ausencia del valenciano y el aranés, aunque pocos se dieran cuenta. Otra notable diferencia entre los tiempos de Primo y los de Sánchez: hay que ver la distancia que hay entre el brillo del castellano en la oratoria de las actuales señorías del Parlamento y en la de aquellas otras de principios del siglo XX, cuando el presidente del senado era el Conde de Romanones, que lo fue también de la Real Academia Española.
Eso sí, frente a la grandilocuencia de aquellas expresiones cargadas de intransigencia, de autoritarismo y de testosterona (valdría la pena repasar estos días cualquiera de los grandes discursos del dictador), hoy hablamos de normalidad, o de naturalidad, por no decir abiertamente de tono jocoso. O festivo. Flamante estreno en la cúspide de Óscar Puente, con aires de monologuista parlamentario, para regocijo de la bancada socialista, que no ha dejado un solo día de reír. Y apenas un poquito de mohín y mucho guante blanco para Núñez Feijóo, que no se reía, pero tampoco compartió las altas dosis de indignación de la bancada popular. Y el resto, haciendo cada cual el papelito multicultural que le asigna la Ley D'Hont, en la línea de lo pactado. Mucha puesta en escena sobre el gran valor de la fragmentación frente a la unidad o el consenso. Muchas pistas abiertas para un solo circo verdadero.
Pasado este trago parlamentario, el siguiente capítulo de nuestra particular manera de entender la democracia comienza ya mismo, con la concomitancia de qué podrá negociar o dejar de negociar Sánchez con el fugado Puigdemont sobre los dos grandes asuntos que están en la palestra: la amnistía y el referéndum. Sobre la amnistía ya ha dicho Aitor Esteban todo lo que tenía que decir: si Cuca Gamarra da a elegir entre amnistía y Feijoo, habrá que quedarse con amnistía. Y sobre el referéndum ya han dejado de decir PSOE y PSC todo lo que tenían que dejar de decir: ni una sola palabra en contra de la propuesta de Junts y Esquerra. Así las cosas, la única noticia verdadera es la que ya adelantó el tristísimo Illa, hablando de la repetición electoral: «No sería deseable, pero la realidad es como es». Cien años después todo es muy sencillo. Y todo da mucha risa. Por lo menos a los que gobiernan, aunque sea en funciones.
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