Lágrimas y lluvia. Pero ni medio paso atrás en el ansia viva por consumir. Ni en la subida de los precios. Como si se fuera a terminar el mundo, que de alguna manera se acabó la noche del Jueves Santo… hasta que volvamos a ser ... conscientes de que igual se nos puede terminar de verdad el lunes de pascua, con todo lo que sucede por ahí mientras nosotros vamos con nuestras procesiones por dentro. Desde el martes, los españoles sabemos que hemos cerrado 2023 todavía once puntos por debajo de la media europea en poder adquisitivo. Pero lloramos con unción porque llueve, sin enterarnos de que en Europa esta semana de pasión se resume en un asalto más para los rusos de Putin y uno menos para los ucranianos de Zelenski. Hasta el punto de que Donald Tusk, el primer ministro polaco, que ahora ve desde Varsovia las cosas con mayor crudeza aún que desde Bruselas, nos avisa a los que lloramos lejos de la frontera este de la Unión Europea: estamos en ambiente prebélico.
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Nada, ni siquiera el bárbaro atentado del Crocus City Hall de Moscú, parece debilitar un ápice al gigante ruso. El islamismo trajo a la retaguardia moscovita el horror del frente de Jersón, donde los ucranianos luchan por igual contra las bombas de los rusos y contra sus campañas de desinformación. Caen chuzos de punta en la Península Ibérica y llueven obuses en Ucrania, y paracaídas con ayuda humanitaria, además de misiles, sobre la franja de Gaza, donde, por cierto, los niños han dejado de llorar. Porque el hambre aguda busca en la inanición el último recurso a la vida, escatimando incluso la sal de las lágrimas, que tanto le costó ganar a la humanidad. Y al muñeco de Netanyahu le sucede lo que al de Putin: que cuanta más presión le meten desde fuera más se impla por dentro. Hasta que le estallen las costuras. O nos estallen a los demás, Biden y su puente incluidos. Porque en Baltimore, donde se esperan lluvias esta tarde, también lloran. Aunque quizá más que por los muertos, de importación, por lo que se va a perder en la bolsa con las reparaciones.
Llueve en Valladolid y en Sevilla, bajo las lágrimas de Nuestra Señora de las Angustias y la Esperanza Macarena, como con ganas de expiar culpas propias y ajenas. Y en Europa, que no saben lo que es la Semana Santa más que por los folletos turísticos, avisan. Avisan y recuerdan cómo las guerras pequeñas, que nadie parece capaz de detener, pueden terminar convirtiéndose en guerras grandes. O muy grandes. Mientras los españoles nos entretenemos, a falta de procesiones, con las monerías del circo de la política, que ya alcanza (de momento) las tres pistas, una por cada convocatoria electoral sin salir del año en curso… Menos mal que, en medio de la fiesta, al Gobierno se le ha ocurrido dejar de guardia a la titular de Defensa. Esa Margarita Robles que ya habla sin tapujos de la tercera guerra mundial. Y que de momento le acaba de ceder Menorca a la OTAN, como tercera base de operaciones en caso de que la lluvia no sea capaz de apagar los fuegos que se divisan al otro lado del Mediterráneo.
La lluvia comienza siempre con una sola gota, dice la activista saudita Manal al Shariff, para hablar de las lágrimas de tantos millones de mujeres, en ese mundo árabe donde los españoles volveremos a llorar de emoción con la Supercopa, entre que Rubiales y Piqué entran o no entran de la cárcel, o se libran de ella, como su compañero Dani Alves, a fuerza de millones, eso que en su jerga se dice «palos». Hay muchas formas de vivir y de llorar. También hay muchas maneras de llover.
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