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Resulta como poco inquietante el eco que la palabra guerra va ganando cada semana en la actualidad. Y no precisamente por la posibilidad de acabar ... con ella, en Ucrania o en Gaza, como prometió Donald Trump en campaña, sino más bien lo contrario. Todo lo que nos va llegando con el patrocinio de los Estados Unidos nos suena a guerra de manera desazonadora. Llámese guerra comercial, nueva guerra fría o posicionamiento de guerra en una Europa atrapada entre dos bloques, uno al este y el otro al oeste: la Rusia del irredento Putin y los Estados Unidos del enloquecido Trump.
En la Unión, la opción de un rearme inminente, con cifras de gasto astronómicas, todavía no ha encontrado una fórmula concreta (ni creíble) de financiación. Pero la decisión es firme. Y en España ya se empiezan a conocer las primeras cifras (6.000 millones más este año, de momento) de lo que nos va a costar la broma. Inquietante es también, como poco, el abanico de posiciones que van tomando los partidos españoles ante la cosa. Fuera del Gobierno, a la oposición le parece que falta debate en el Congreso, ante un asunto tan relevante como éste para la seguridad nacional. Y dentro de la coalición gubernamental, cada miembro cacarea una vez más con voz distinta, si bien con un claro objetivo común: ver de qué manera pueden seguir obteniendo beneficios particulares en la refriega. Sumar no termina de estar por la labor. El PNV no sabe-no contesta. Y Junts y ERC siguen estudiando de qué manera oscurecerse mutuamente, aprovechando la coyuntura, en Cataluña, donde la guerra, según ellos, va por otro lado. Solo Podemos, con claridad meridiana, ha marcado su posición: dicen que no y seguirán diciendo que no al rearme hasta el final. Como si su voto sirviera aquí para algo.
Tan lamentable como este debate extravagante y extraparlamentario, lo es que el consenso de las dos grandes fuerzas políticas, PSOE y PP, se vaya a producir por decreto europeo, en lugar de por convencimiento de que los asuntos de estado requieren soluciones verdaderamente de estado. Pero aquí, más que todo eso, parece ser que lo que importa es qué parte de responsabilidad (ayer con la dana y hoy con el recordatorio de los cinco años de la pandemia) política tiene el Estado central y cuál el de las autonomías, según la conveniencia de partido, como si en verdad no fueran parte ambos de una misma Administración. ¡Qué fácil se lo pone el modelo a la demagogia!
Mientras esto sucede en España, y mientras Trump sigue dando cabezazos, sin terminar de convencer ni a Zelenski ni a Putin de la bondad de su corazón pacifista, lo cierto es que en Ucrania los soldados adolescentes de uno y otro lado siguen segando vidas jugando con los drones como ayer jugaban con los videojuegos de última generación, en esta nueva y crudelísima versión de los francotiradores de las últimas guerras convencionales. En una guerra de verdad, más allá de esa otra guerra de los aranceles, que de momento lo único que ha conseguido es preocuparnos a todos y borrar esa sonrisa estúpida de Elon Musk ante la caída fulgurante de Tesla, por más que su amigo presidente le haya comprado un coche, para que se le pase la rabieta. Niños malos que juegan sin piedad con las vidas y las haciendas de miles de millones de personas en todo el mundo. «Los guerreros victoriosos ganan primero y luego van a la guerra, mientras que los guerreros derrotados van primero a la guerra y luego tratan de ganar», escribió Sun Tzu en 'El arte de la guerra'. Quizá eso explica, con tan pocas palabras, por qué aquí los únicos que tienen todas las papeletas para ganar en una guerra en la que (de momento) dicen que no participan, son los chinos. Acabáramos.
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