Estuche de la vida. Máquina de felicidad. Eso decía Le Corbusier que tenía que ser una casa. Otro habitáculo no podría ser digno de tal nombre. Si acaso del de cueva, covacha, zaquizamí, cuchitril, chiribitil, tabuco o zahúrda. A lo sumo. Menos poéticos, los redactores ... de la Constitución de 1978 dejaron plasmado en su artículo 47 que «todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada.
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Aunque la inercia le sostiene todavía, lo cierto es que a nuestro pobre Gobierno no le sale una a derechas. Ni a izquierdas. Su último encontronazo entre la realidad y el deseo se ha producido esta semana, con la nueva ley de la vivienda. Una vez más nadie, excepto los grandes propietarios, se ha quedado tranquilo. Más allá del propio contenido de la ley, que una vez más ha empezado a mostrar sus contraindicaciones antes de empezar a aplicarse, el batacazo se ha producido a la hora de la publicidad. Ha sido hablar el presidente de poner al alcance del ciudadano las 50.000 viviendas embargadas en su día por la Sareb (eso que los que a los niños les dicen que se llama banco malo), y ponerse las comunidades autónomas a hacer cuentas. Que no salen.
En Castilla y León, por ejemplo, si consideramos que vivir en un garaje o en un trastero no es habitar un estuche de vida, resulta que de los 2.476 inmuebles declarados por la Sociedad de Gestión de Activos procedentes de la Reestructuración Bancaria sólo 878 están catalogados como viviendas. De estas 878 habría que descontar todavía las que a día de hoy están ocupadas u okupadas. Y las que antes que vivienda son obras detenidas, solares a medio edificar o esqueletos en deconstrucción. Total: 81 viviendas alquilables, dice el consejero del ramo. O por ahí. Y la nuestra, según parece, no es una situación excepcional.
No es de extrañar, pues, que entre las grietas de las secesiones, las Celáas, los abortos, la eutanasias, los sí es sí, los trans y, ahora, los falsos estuches de la vida, una vez más el Houdini de la Moncloa haya tenido que recurrir a los muertos. Muerto Franco y muerta su memoria histórica, parece que ahora toca desenterrar a José Antonio Primo de Rivera. Y desokupar, de paso, a los benedictinos que le custodian. Eso que Bolaños llama la 'resignificación' de ese gran monumento a la incuria de los españoles.
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«Qué felices son los que han muerto, y qué lástima dan los que aún viven», dice el Eclesiastés. A los muertos no los dejan ni vivos ni muertos, y a los vivos nos suben la hipoteca para ver si nos animamos de una vez a cambiar de estatus y a dejar sitio a las generaciones que vienen sin derecho a vivienda. Los únicos que en este país parecen 'vivir' tranquilos, o por lo menos plenamente integrados en la naturaleza, son los guardias civiles de servicio en Baleares, que ante la imposibilidad de acceder a un alquiler acorde con su sueldo se han decidido al fin a vivir en caravanas. Como Leonard Cohen cuando rompió con Suzanne Elrod. Cohen, escribiendo poemas en la campiña de la Provenza francesa. Los de la benemérita, buscando su estuche de la vida en los descampados de la Ibiza yuppie.
Tal vez, antes que instrucciones para que apoye su 'plan de paz' para Ucrania en los foros europeos, lo que verdaderamente le dio Xi Jinping a Pedro Sánchez en su visita a Pekín fue un consejo de par a par. Más que a Marx, que ya huele un poquito, sigue a Confucio, que es eterno. Y recuerda aquello que nos dijo a los gobernantes: «La fortaleza de una nación deriva en la integridad de sus hogares». Máquinas de felicidad, las nuevas viejas casas del Sareb.
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